Capítulo 3
El coronel Carreras De la Silva vivía en una amplia casa junto al Río Mishky Mayu, entre Santiago y La Banda. Además de la pensión militar, sus ingresos provenían de un pequeño ingenio azucarero en San Ramón y una estancia en Punilla, administrada por su único hijo y su ex esposa. De la cual se había divorciado hacía poco más de veinte años.
Construida sobre una lomada pétrea, no era una mansión: sino lo suficientemente grande, apta para reuniones de concurrencia numerosa, como la que se celebraba hoy. Dotada de cuatro dormitorios, terraza amplia, living y comedor separados, un escritorio, sala de armas, ancha galería con mesas muy extensas para todo uso, y un amplio patio, de al menos 100 metros cuadrados. Cercado con una cortina de algarrobos, tuscas y tipas que protegían contra vientos repentinos y dotaban de agradables espacios sombreados a todo el terreno. Aquí y allá se veían algunos ceibos, álamos, jacarandás y palos borrachos.
Entre dos ceibos, precisamente, había una plataforma de medio metro de alto, más o menos, ladrillo impermeabilizado con cemento portland, de unos siete metros de ancho por cuatro de fondo. Se la utilizaba como escenario para las frecuentes reuniones, políticas o sociales, que gustaba organizar el coronel.
30 años atrás Carreras De la Silva había liderado el comando con que secuestraron un tren de Buenos Aires: donde viajaba el entonces gobernador oligárquico José Domingo Santillán y su esposa. Junto al entonces teniente del Ejército Argentino, participaban también el actual gobernador, Juan Bautista Castro, con sus hermanos, y otros militantes nacionalistas, de la entonces muy joven Unión Cívica Radical. Se intentaba una revolución. Para instalar elecciones libres y democráticas en toda la Argentina. Dejando atrás la metodología fraudulenta, aplicada desde mediados del siglo XIX, a través de la cual los gobernantes eran elegidos por camarillas de grandes terratenientes y millonarios. Convirtiendo las votaciones en meros trámites simulados, donde se registraban únicamente los votos de peones o empleados de la gran patronal electora. Mientras se impedía -a veces ahuyentando a tiros- los intentos de pequeños grupos de ciudadanos independientes, que se atrevían a concurrir libremente a los comicios.
Los complotados habían capturado el tren, repleto de pasajeros, donde viajaba el gobernador José Domingo Santillán. Acompañado por: su esposa, Carolina Palacio de Santillán, del asistente, José Terribile, de su pariente Juan P. Solari y su esposa, Sara Santillán de Solari junto a su amiga, la joven María Arredondo. En la población de Casares los habían obligado a bajar, conduciéndolos a una estancia que los Castro poseían, muy cerca de allí. Luego de un intercambio de telegramas con el presidente de la Nación, donde se le comunicaba el hecho, este delegó el asunto en su Ministro del Interior. Quien mandó un batallón del Ejército para sofocar el conflicto.
Mientras tanto, el secuestro había tomado ya difusión nacional, por medio de las notas publicadas a través de La Prensa (junto con La Nación, el diario más importante de la Argentina). Uno de cuyos periodistas había accedido a integrar el grupo de los secuestradores, para acceder a la urticante información periodística en vivo y no perder ni uno solo de sus detalles.
Al llegar al sitio donde se mantenía prisioneros a Santillán y sus acompañantes, el teniente coronel que comandaba las fuerzas conjuntas de Ejército y Policía Provincial fue cauto. E intentó, por todos los medios, pactar con sus camaradas de armas -Carreras De la Silva, Vieyra Latorre y Manrique-, al mando de los revolucionarios. Viendo que estos se mantenían dispuestos a resistir, los rodeó de francotiradores. Y con precisión fatídica mataron, uno por uno, cuatro de los combatientes, que defendían aquella casa tomada. E hirieron de gravedad a seis. Ante el cerco, que los podría haber convertido en blancos humanos hasta que, por falta de recursos alimenticios, tuvieran que rendirse, Castro y sus colaboradores terminaron, finalmente, negociando con Santillán. Bajo la única condición de acceder a un juicio justo. Luego de lo cual, el gobernador y algunos revolucionarios salieron, con bandera blanca.
La contienda culminó con los jefes revolucionarios presos. Quienes después de un largo juicio, fueron condenados -por sedición y otros cargos- a varios años de cárcel cada uno. No los cumplirían: diez meses más tarde, el siguiente gobierno nacional los liberó, a través de un indulto presidencial.
El patio circular de tierra de la gran casa del coronel estaba tan bien apisonado que impresionaba como de cerámica, marrón oscura, casi negra. Siguiendo esa forma circular se habían instalado mesas de algarrobo para unas diez personas, cada una, con butacas de esa misma madera, junto a ellas. Sobre manteles tersos, de color ocre, había rectangulares braseros de hierro, con parrillas encima y crepitantes ascuas en su interior. A medida que los convidados iban sirviéndose, en platos tallados de quebracho, mozos uniformados con austera ropa gaucha, acudían presurosos para renovar los crujientes costillares, chorizos rojos o chinchulines -entre otras exquisiteces. Ensaladas vistosas, para varios gustos, se ofrecían sobre fuentes de acero.
Cuando Moisés y Alberto llegaron -como a las dos de la tarde-, la reunión bullía de concurrentes, mayormente masculinos, aunque podían divisarse damas con ropas deportivas, en general, a uno y otro extremo del cercado. Muchachas bonitas, “de sociedad”, mayormente blancas o trigueñas, de cabellos negros o castaño oscuro, en grupos salpicados de vez en cuando por alguna rubia u otras de tez morena. Prevalecían rasgos étnicos que se presentaban sutilmente “exóticos” para los alemanes: el de la mezcla, constante, de sangre ibérica y aborigen (mayormente tonocoté).
Mariano Paz, incorporándose en su sitio con el brazo en alto, más bien hacia el fondo, muy cerca del asador, los llamó a voces. Les había reservado asientos. A su alrededor estaban el teniente coronel Rommel, la bonita alemana joven que oficiaba de traductora y otras personas. Roberto Montes, entre ellas, junto a dos parejas, que rondaban ya los cuarenta: un abogado con su esposa, un agrimensor con la suya.
Apenas habían terminado de acomodarse cuando ingresó a paso lento cierto personaje que concitó la atención. Particularmente de la alemanita, que no dejaba de mirarlo, con ojos muy abiertos, a medida que avanzaba con caminar solemne, junto a una dama de negro. Alberto, ubicado en diagonal con la joven extranjera, divertido por su perplejidad la miró a su vez con insistencia, y cuando ella le prestó atención dijo:
-Humprey Bogart...
-¡Sííí!-exclamó ella- ¿cómo está aquí?
Entonces fue que el Nano Paz, quien como los demás santiagueños la habían estado observando con aire benevolente, lanzó su definición precisa:
“Aunque llame la atención, es Humphrey Bogart el que lo imita a Arturo del Malvar. Y no al revés. Arturo del Malvar es siempre él; personalmente único. Es el inventor de su propio y notable personaje. Pero todavía no he logrado saber de qué medios se habrá valido, el norteamericano, para conocerlo e imitarlo al santiagueño.”
Luego de reír con gracia la joven tradujo esa frase a Rommel. Quien, tras pocos segundos replicó:
-Ich habe Up the River gesehen, einen sehr beliebten Film in Deutschland... es stimmt, dass Bogart sich dort ziemlich viel Mühe gibt... wie der Mann aus Santiago auszusehen...
-Y fue traducido por la muchacha:
-He visto Up the River, un film muy popular en Alemania... es verdad que allí Bogart se esfuerza bastante... para parecerse al santiagueño...
Todos rieron.
Al lado del gobernador Juan Bautista Castro, en otra mesa cercana, se habían ubicado el resto de los alemanes, con algunos de los ministros y diputados oficialistas. También Bernardo Canal Feijóo y Juan Christensen.
El asado transcurrió con serenidad, hasta pasadas las siete de la tarde. Cerca de las tres, el gobernador, junto al dueño de casa, dirigieron algunas palabras a la concurrencia y presentaron a los visitantes alemanes. Quienes fueron sonoramente aplaudidos.
A continuación, se sucedieron conjuntos folklóricos, dúos de música hispanoamericana, cuartetos de tango y otros espectáculos, sobre el escenario. También agrupaciones locales de danzas: con sus vestidos de colores tornasolados las mujeres, los hombres con ternos canelos o azabachados. Y botas, acordeonadas.
Rommel. Fue el mariscal de campo más joven de la historia alemana. Sus cualidades y su valor, tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial, hicieron de él el oficial más respetado por los Aliados.
ResponderBorrarSometido a un voto de censura en el Parlamento por las sucesivas derrotas militares en el norte de África, Winston Churchill, primer ministro británico, justificó: “Nos enfrentamos a un audaz y hábil enemigo, pero debo decir que, pese a los estragos de la guerra, es un gran general”. Aquel general era Erwin Rommel, un militar en el que se entremezclaba lo mejor de la tradición castrense con la pasión por las nuevas tecnologías aplicadas al arte de la guerra. Un mariscal controvertido que conservaba el sueño romántico de la nobleza y el respeto entre adversarios en unos momentos en que se imponía la devastadora guerra industrial.