Capítulo 4
Edith Saganías, 23 años, era una maestra de Escuela Primaria, que alquilaba junto a Olimpia Righetti un departamento pequeño en la terraza de un matrimonio de ancianos. Sobre la calle Rivadavia, casi Aguirre. Avenida, esta última, por cuyo centro corría una extensa acequia, arbolada con ceibos, lapachos y jacarandás. Edith preparaba el almuerzo para ambas. Sabía que Olimpia no concurriría al asado en la casa del coronel. Ya que los invitados, en realidad, eran los hermanos Wagner. Estos, germanófobos, le habían endilgado a su joven empleada el deber de ir a la cita con el gobierno, pero no el beneficio de representarlos en su posterior convite. Comoquiera que fuese -pensó Edith- hubiese sido mal visto que Olimpia fuese sola al asado. Como tantas otras cosas que se ven mal en nosotras -continuó pensando-, mientras revolvía la sopa. Que sigamos solteras, después de los veinte años... que vivamos juntas, que ninguna de las dos vayamos nunca a misa, ni formemos parte de ninguna cofradía católica femenina... en fin.
Escuchó un leve golpeteo de la aldaba y fue a abrir la puerta, imaginando que era su amiga. En efecto, Olimpia la saludó con un beso en la mejilla y entró. Enseguida se ubicaron junto a la pequeña mesa redonda, para almorzar unos canelones con salsa blanca como primer plato.
-¿Qué tal la reunión?- preguntó Edith.
-Bien. Tranquilamente podrían haber participado los Wagner. Los alemanes, o al menos quien abordó el tema Cultura, conocía nuestra tesis sobre la Civilización Chaco Santiagueña... Y en ningún momento se habló de política.
-Mirá vos... ¿cómo habrá llegado esta información a Alemania?
-Supongo que por medio de las publicaciones francesas... en varios periódicos franceses se publicaron artículos, narrando los últimos descubrimientos arqueológicos en Santiago del Estero. Lo que no les hubiera gustado a los Wagner, quizá, es que ligaran a esta civilización ancestral con mitos europeos... precisamente, el de Parsifal, de Los Caballeros de la Tabla Redonda y del Santo Grial.
-¿Qué tienen que ver con nosotros?
-Ellos dicen que están ligados. Suponen que la Civilización Chaco Santiagueña, existió en un momento simultáneo con la existencia de Titurel, Amfortas, los de la Tabla Redonda y demás historias medievales.
“De hecho, el periodista alemán dijo que Parsifal habría estado aquí, primero en la Patagonia, luego en Córdoba y por fin en Santiago”.
-¡No me lo puedo creer! -exclamó Edith.
-¡Sí! Y lo dijo muy serio. Según ellos, Parsifal habría tenido la misión de depositar dos reliquias sagradas -la lanza de Longinos y el grial de José de Arimatea- en manos Ngen Raki, chozno de Calfucurá.
-¡Qué fantasioso, Olimpia!
-Es verdad... no les gustará nada a los Wagner... que tratan de mantener dentro de un plano de absoluta racionalidad científica sus descubrimientos... Además ellos repudian al que llaman “otro Wagner” (aclarando siempre que se pronuncian diferente: el suyo Vagnèg; el otro, Vagner)... un músico alemán, quien, encima, compuso una monumental ópera sobre Parsifal.
-No, no les va a gustar a Emilio y a Duncan... sobre que ya los carcamales porteños están chismorreando, acerca de supuestos excesos imaginativos en sus teorías... ¿y los otros alemanes? Un empresario y un militar, me dijiste, ¿no?
-Quieren montar un laboratorio, algunos cultivos, explotación minera y una fábrica, según entendí. De tubos metálicos y cables conductores para electricidad o transmisiones radioeléctricas. El gobernador parecía estar chocho con ellos... así que posiblemente todo se concretará, muy pronto, según dijeron.
Las mujeres se sirvieron la sopa y continuaron conversando, un rato más, sobre este y otros temas. Luego, Edith dijo:
-Bueno, me pongo el guardapolvo y me voy. A las tres de la tarde tengo que estar en la Escuela.
Eran las dos y media ya.
Mientras camina por la ancha calle de tierra que lleva hacia la Escuela Centenario, sobre el aserrín esparcido de noche para mitigar el polvo, levantado por carruajes, caballos y los pocos vehículos motorizados, Edith se cruza con tres chicas como de 12 o 13 años, de guardapolvos blancos. E imprevistamente se ve a sí misma. Se ve, caminando desde el noveno pasaje de Huaico Hondo, asimismo hacia la Escuela Centenario. Mas no como ahora, tranquila y segura, sino estremecida interiormente por el desasosiego: de no ser lo suficientemente idónea, de no ser lo suficientemente “presentable”, de no conseguir que le salgan las palabras adecuadas si la llegan a pasar al frente para que diga la lección. Y tantos otros miedos... entre aquellos niños y niñas diferentes a ella, venida del campo, donde su tiempo pasaba entre cabras, mulas, burros y chanchos, descalzos con su hermano evitando las espinitas del sendero para ir a juntar tunas, como postre obligado para los almuerzos -a los que ni siquiera llamaban así, sino “comidas”-, siempre con el mismo vestidito confeccionado por su mamá usando sábanas viejas, aprendiendo trabajosamente la lectura y la escritura en una especie de choza que funcionaba como escuelita, a la cual debía ir cada mañana con su hermano sobre un burro manso, pues atravesaban dos kilómetros por senderos escarpados y estrechos. Paulatinamente había ido perdiendo el miedo, abriendo su mente estupefacta ante la infinidad de panoramas y conocimientos que se fueron presentando a través de profesores o profesoras de la Escuela Centenario, un faro de luz intelectual para quien quisiera adquirir casi todo lo que se necesitaba a fin de funcionar correctamente en una civilización tan amplia como lo era ya el mundo del siglo XX. Repentinamente vio con la imaginación a su padre y a su madre, el día del egreso. ¡Maestra!... había cumplido sus deseos, que también era el de ella. Por primera vez en treinta y ocho años de vida su papá lucía corbata, con traje recibido en un paquete enviado por su hermano mayor, obrero metalúrgico, desde Buenos Aires. Cinco años después -hoy- se sentía plena y consciente de que ante sí estaban abiertos los caminos de una vida feliz e independiente. Recibía presiones, desde sus familiares campesinos, e incluso de su papá y su mamá, para que pensara en casarse y tener hijos... Pero ella no se casaría. Pretendientes, tenía, encabezados por el tano aquel, radicado en Santiago como cuatro años atrás, montando un negocio de artesanías decorativas, pintando retratos por encargo y vendiendo casi de todo, hasta remedios. Demasiado mayor: 40 años... ¡cómo se iba a casar con un tipo de 40 años!... casi un viejo. No. Se mantendría libre. Como la calandria. Que vuela hacia donde quiere. Y canta feliz cada mañana. Sin pedirle autorización a nadie.
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