Capítulo 11
-¡Mirá cómo corren los árboles para atrás- gritó Cecilia Revainera, de cinco años.
-Los míos corren más rápido- le contestó desdeñosa Gricelda, su hermana de siete.
Iban en el asiento trasero del automóvil. Adelante, su madre, Maira Saadi, junto a su esposo, que conducía. Alberto Revainera Sosa. Viajaban desde Garza hacia Suncho Corral. Un viaje corto. En pocos minutos ya estarían en la pujante localidad, antigua Estancia de Matará. Hoy devenida en núcleo principal de la actividad mercantil, para el eje Añatuya-Tintina-Monte Quemado, y El Chaco.
Habían sido especialmente invitados al casamiento de Samir Saadi -prima de Maira, hija de su tío Rabah Saadi- con Walid Leibe, hijo de Rumie Leibe, poderoso empresario local. El casamiento se efectuaría esa misma tarde, a las 19:00, en la parroquia San Miguel Arcángel. Luego de la cual, los invitados disfrutarían de una celebración de gala (حفلة زفاف) en el inmenso Salón de Fiestas del Baron Hotel.
Roderick Schneider, agricultor, propietario de cinco bonitos aposentos en su terreno, había dispuesto una de aquellas Ferienhaus, especialmente, para los Revainera Saadi. Y para el padre Vervoort, uno de sus connacionales, también invitado.
Suncho había empezado a ser conocida durante el primer ciclo post-invasión europea cuando sus ocupantes originales, comechingones, propinaron una derrota atroz al conquistador Francisco de Mendoza, durante el verano de 1545. Los comechingones eran una nación que ocupaba por entonces el sur de la hoy llamada Provincia de Córdoba. Peligrosísimos guerreros, se distinguían de las demás etnias por combatir de noche, desnudos. Antes de partir al combate pintaban sus cuerpos con sinuosas grafías, de tonos violáceos y ámbar. Con ceremoia previa a su ingreso al campo de batalla, aspiraban reiteradas dosis de cebil, planta local que, incinerada en botafumeiros graníticos, instalados al centro de octogonales espacios sagrados, abiertos en medio de los montes, elegían, preferentemente, noches de luna llena para atacar. Sorprendiendo generalmente en su descanso al enemigo, solían aniquilarlo, casi siempre en pocos minutos.
Desde entonces no habían podido ser derrotados hasta 1715, aproximadamente, cuando una hueste comandada por los hermanos Ibarra, tras un trabajo de espionaje con sanavirones aliados, los esperó luego de tenderles cierto señuelo, llevándolos a atravesar un sitio descampado. Alrededor del cual, los españoles habían levantado casetas entre los árboles, ocupadas por cañones livianos y arcabuceros.
Unos diez años más tarde, aproximadamente, aquellas tierras habían sido adjudicadas bajo tutela particular a los Ibarra. Manteniéndose desde entonces como parte de una estancia, tierra de frontera contra los aborígenes y centro proveedor de agua potable para sus principales familias sucesoras. Entre aquellos, los Paz y Figueroa -de cuya raigambre y de los Ibarra descendería, casi un siglo más tarde, la Mama Antula.
Ese viernes 26 de julio de 1935 por la tarde Suncho Corral, con algo más de 2.000 habitantes, se había convertido en un centro de atracción regional. Donde bullían personas desconocidas, paseando por las calles céntricas, enripiadas, unas pocas empedradas. Entraban y salían vehículos de todo tipo, camionetas con pasajeros en sus cajas traseras, bañaderas repletas de jóvenes, que llegaban desde Añatuya, ciudad hermana de Suncho en lo comercial, industrial y cultural. El casamiento de la casi adolescente Samir y el también muy joven Walid, bellos vástagos de familias muy destacadas en la región, abría la posibilidad de vivir un fin de semana estelar, para toda la población, a lo largo y ancho del área central en la provincia de Santiago del Estero, incluso hasta de El Chaco y Santa Fe. Efectivamente, por falta de un cura permanente en la parroquia local, Rumie Leibe había pedido que celebrara la misa a un Oblato de María Inmaculada entre los aborígenes del Chaco, el sacerdote alemán Walter Vevoort. Quien, asimismo, había llegado ya esa mañana. Y al igual que los Revainera Saadi, se estaba alojando en la finca de Schneider.
También había llegado la célebre cantante santiagueña Lena Young, bonita joven que vocalizaba tanto boleros latinoamericanos como fox trots y otros temas bailables norteamericanos de hoop, bustle y ragtime. Que la santiagueña interpretaba en un, aparentemente, bastante aceptable inglés.
Kalila Awad había visto pasar el auto de los Revainera Saadi y pidió a su hermano que la llevara hasta la finca Schneider para saludarlos. Ambos eran primos de Maira, por línea materna.
-¡Qué fiesta se dará nuestra prima!- exclamó Kalila, exaltada - ... esta tarde la misa, luego la celebración para nosotros, en el salón más grande del hotel Baron Marrakech... ¡Mañana a la tarde y noche... fiesta popular!...
-Sí...-dijo Maira- ... hermosa fiesta... la envidio...
-Bueno, la tuya también fue muy linda...
-Sí... no me quejo... solo me dio un poquito de nostalgia... el tiempo pasa...
-Enzo ha puesto a veinte trabajadores a apisonar la plaza pública, desde una semana atrás... ha quedado como si fuera de mosaico...
Se refería a Enzo Pernigotti, por entonces intendente de Suncho Corral, de cuyo consejo deliberante su padre, Tito Awad, era integrante, junto a Pedro Rímini y Carlos Beltrame. Habían alquilado una apisonadora al municipio de Weisburd: especie de tractor con un gigantesco rodillo por delante. El cual, luego de trasladar tierra arcillosa desde el río, con una pala mecánica, y verterla sobre un radio de trescientos metros cuadrados, iba y volvía, cientos de veces, por sobre las franjas ya secadas al sol, hasta convertirlas en una superficie bruñida, muy sólida.
-¿Sabías que viene Mario del Tránsito Cocomarola, con su Trio Taragüí, desde Corrientes?...
-¡Ohhhh! ¡Buenísimo!... -se alborozó Maira.
Veinte minutos antes de las siete de la tarde arribó el novio, con su padre y su madre, a la capilla de San Miguel Arcángel, en una limusina marrón.
Diez minutos más tarde llegaron la novia, su papá y su mamá, en otra limusina semejante, aunque de tono gris oscuro. Rumie Leibe estaba casado con una criolla, de apellido Guzmán, oriunda de Garza.
La novia llevaba un vestido largo, hasta encima de los tobillos, de silueta recta, con bordados ligeros. De tonalidad blanca pura, con un velo estilo casquette en la cabeza. La cola, predominante, iba a ser portada por dos niñas de 8 años, sobrinas de Samir.
El novio vino con un esmoquin tuxedo tradicional, gris oscuro, casi negro, y moño, con el resto de su indumentaria acompañando al tono principal.
La pequeña capilla, completamente llena, apenas pudo contener a los familiares e invitados principales, con algunos pocos vecinos que lograron ingresar apretados, de pie, ubicándose muy cerca de las puertas de salida, ya. Afuera, se congregaba una multitud.
A las 19:00 en punto comenzó la ceremonia.
Ya los familiares del novio habían tomado su lugar a la derecha y los de la novia la izquierda. Al comenzar los sones de la marcha nupcial, los asistentes se pusieron de pie y comenzó el desfile del cortejo.
Primero entraron las damitas y pajecitos, seguidos por las damas de honor y los padrinos. Detrás de ellos, la novia, del brazo de su padre, el empresario de origen sirio Rumie Leibe.
Cuando estuvieron ante el altar, Rumie y Elena -mamá del novio- hicieron la entrega oficial de sus hijos, pronunciando bendiciones para ambos. De inmediato el novio a la derecha y la novia a la izquierda recibieron la bienvenida del padre Walter, quien les otorgó su bendición.
Enseguida el sacerdote alemán saludó a todos los presentes, introduciendo luego la ceremonia, con las intenciones de amor -según dijo- en la familia que se está formando, en este enlace nupcial. Tras lo cual los anunció con sus nombres completos, para presentarlos formalmente ante la Iglesia Católica.
Después de las alabanzas, el rito penitencial y la liturgia, el padre Vervoort abordó la Liturgia de la palabra, comenzando con la oración del perdón por los pecados veniales.
En el momento indicado para escuchar la Palabra de Dios, la señora Dorisel Gandolfo, ama de llaves de la parroquia, leyó un pasaje del Antiguo Testamento, combinando con cantos y salmos, de los que familiares e invitados participaron -algo atropelladamente, pues no todos conocían las letras - cantando o tarareando al unísono.
Luego el sacerdote efectuó la lectura del Nuevo Testamento. Obedeciendo el protocolo eclesial, la pareja había elegido para esta oportunidad el capítulo 13, versículos 18 al 23, del Evangelio de San Mateo. Después de lo cual se escucharon los cantos de Gloria y Aleluya, entonados principalmente por el Coro Parroquial.
Al llegar el momento de la homilía, el sacerdote solicitó aquiescencia para efectuar “un aviso, en nombre de los hermanos indígenas de El Chaco”, como anticipó. Luego de ello, expresó lo siguiente:
-Soy, como algunos de los presentes saben, un oblato misionero de la Inmaculada Virgen María, y nuestra pequeña comunidad trabaja entre las poblaciones aborígenes del Pilcomayo. Hermanos originarios que hoy padecen numerosas calamidades. Empezando por la espantosa guerra, que hoy libran ejércitos paraguayos y bolivianos.
“El señor Rumie Leibe conoce muy bien las penosas circunstancias por las que atraviesan nuestras misiones, desde sus orígenes, hace unos diez años: porque muy pronto comenzó a apoyar económicamente la obra, con importantes donaciones y provisión de elementos imprescindibles para la subsistencia de nuestros hermanos indígenas. Viajando muchas veces en persona, con sus colaboradores suncheños, para entregárnoslos. Y acompañándonos incluso en nuestra cotidianidad, por algunos días.
“La alusión es adecuada hoy porque con anuencia del obispo, Monseñor Audino Rodríguez y Olmos, la Iglesia Santiagueña ha decidido que la mitad de las contribuciones parroquiales durante esta ceremonia, sean destinadas a nuestra modesta comunidad del Pilcomayo. Agradezco, entonces, desde ahora, vuestra generosidad, en nombre de nuestra Santísima Virgen María, y su divino Hijo, nuestro Señor, Jesucristo”.
Pasando al tema central de la misa, el padre Walter Vervoord desplegó luego una sabia reflexión personal donde, tomando como base lo leído, sobre las semillas que caen en suelo fértil, esperó -según dijo- transmitir sabiduría y elementos espirituales que esperaba les sirvieran para llevar adelante con éxito su matrimonio.
A continuación, llegó el rito central de aquella misa: el sacerdote preguntó a los novios si están allí libres, por voluntad propia, sin ser forzados...
Ambos contestaron que sí.
Entonces, el padre Vervoord quiso saber si estaban dispuestos a amarse y a respetarse, el resto de sus vidas. Y si recibirían amorosamente a sus hijas e hijos, bajo la voluntad de Dios.
Samir y Walid contestaron:
-¡Sí, padre!
-Unan sus manos, pues, y manifiesten su consentimiento ante Dios y ante la Iglesia -les fue indicado.
Walid Leibe tomó entonces de las manos a Samir Saadi, diciendo:
“Yo, Walid, te recibo a ti, Samir, como esposa. Y me entrego a ti, prometiendo serte leal en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad... Y así amarte y respetarte todos los días de mi vida”.
A lo cual Samir Saadi respondería:
“Yo, Samir, te recibo a ti, Walid, como esposo. Y me entrego a ti, y prometo serte leal, en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad... y así amarte y respetarte, todos los días de mi vida”.
Luego de haberse aceptado los novios como esposos, el sacerdote procedió con la bendición de los anillos de matrimonio:
-El Señor bendiga estos anillos, que van a entregarse uno al otro, en señal de su amor y fidelidad -expresó, entonces, el sacerdote.
Walid extendió el estuche con la argolla de oro reluciente sobre terciopelo negro a Samir, quien tomándolo, lo colocó delicadamente en un dedo de la joven.
De inmediato ella repitió el ofrecimiento, y recibió a su vez el anillo de oro, que simbolizaba un amor con aspiraciones a prolongarse para siempre. Para colocárselo, a su vez, en el dedo medio de la mano izquierda de Walid.
-En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo- bendijo el sacerdote, efectuando con una mano la cruz en el aire, sobre sus cabezas, mientras mantenía su otra mano abierta sobre el corazón.
En aquel momento, estalló un aplauso incontenible de entre la multitud, prolongándose por uno o dos minutos. Luego de ello, los novios regresaron a sus lugares, en los primeros asientos, junto a sus familiares.
La ceremonia avanzó hacia su parte final con el Credo, las ofrendas del pan y del vino -como representación del pan de vida y el cáliz de salvación, en memoria a la muerte de Jesucristo-; el Padre Nuestro; los saludos de paz y amistad entre todas y todos los presentes, para finalmente realizar las lecturas del Cordero y de la Comunión.
Después de haber compartido el cuerpo y la sangre de Cristo, quienes quisieron hacerlo, el clérigo impartió una oración final, imponiendo las manos a los presentes, casi todos de rodillas. A continuación, bendijo otra vez la unión del nuevo matrimonio. Y pidió para ellos la protección de Dios y el Espíritu Santo sobre su hogar. Finalizada así su ceremonia de boda católica, el oblato Walter Vervoord, misionero de la comunidad aborigen de los Nivaclé, en el Chaco Sudamericano, brindó a la concurrencia su bendición general y los despidió en Paz.
Mientras los invitados se iban dirigiendo a las afueras del templo, acompañados por el canto del coro parroquial a la virgen María, el presbítero hizo firmar a los esposos el acta de matrimonio, junto a sus testigos y padrinos.
Luego de ello, Walid y Samir posaron para algunas fotos, cerca del altar. Posteriormente se dirigirían, tomados de la mano y seguidos por los padrinos, sus padres y los pajecitos, hacia la salida de la iglesia. Donde los esperaban amigas y amigos, que les lanzaron arroz, más una lluvia de flores y hojas pequeñas, mientras continuaban los aplausos. Hasta que hubieron terminado de recorrer el breve trecho que separaba las escalinatas del templo de la limusina con chofer, estacionada al frente.
La fiesta en el Hotel Baron de Suncho Corral sería recordada por décadas entre las clases medias y altas de esta población.
Además de la bonita y talentosa Lena Young, acompañada de un cuarteto con batería, piano, contrabajo y saxofón, hubo solistas y una orquesta de tango, el Grupo Carioca, que interpretaron música bailable hasta el amanecer.
Los últimos en retirarse, satisfechos, casi siempre algo ebrios, bromeando y riendo continuamente se fueron alejando pues, algunos caminando, otros en automóviles, mientras se oían cada tanto los cantos de gallos, y los primeros resplandores del sol comenzaban a arrancar destellos, aquí y allá, a los adoquines de los empedrados, húmedos por el rocío.
Alberto se despertaba temprano aunque se hubiese acostado tarde. Se levantó; había comido demasiado la noche anterior, así que decidió no desayunar. Llevando su valija al tocador, seleccionó ropa de campo. Luego de lavarse la cara y peinar prolijamente hacia atrás su pelo oscuro, se puso una camisa color ocre, un breech gris a cuadritos, medias de lana fina y botas ajustadas a la pantorrilla; antes de salir se calzó una elegante campera corta, de cuero marrón.
Eran las nueve y cuarenta de la mañana. Salió a la ancha ruta de tierra cubierta de pedregullo, para ir caminando a la casa de su amigo, Pedro Rímini (hijo), con quien debía encontrarse a las diez. Vendrían también el comisionado, Enzo Pernigotti y Leopoldo Beltrame, hacendado local.
Era una mañana hermosa del invierno santiagueño, en las cuales difícilmente hace menos de 2 grados centígrados temprano, para ascender esta temperatura a medida que se instala el regio sol, que convierte en casi primaverales aquellos días. Disfrutó del aire limpio, el cantar de los pájaros, las arboledas frondosas a ambos costados del camino, hasta llegar. Pedro estaba en la tranquera de su propiedad, esperándolo.
Su padre, también llamado Pedro, había sido uno de los colonos que aprovechó el auge económico de la década de 1890, en la cual arribaron a la zona centenares de obreros europeos, junto al ferrocarril, y convirtió en poco tiempo la franja que atravesaba el resto de la provincia, hacia El Chaco, en un proceloso tramo productor y comercial.
Por su parte, los Rímini habían aprovechado muy bien el don privilegiado de Suncho Corral, de poseer dos bifurcaciones del río Salado atravesando su territorio, con un estrecho y hondo brazo transcurriendo por entre dos barrancas de siete metros, que forman un dique natural de fácil aprovechamiento. Allí se construyó un muro y una exclusa, para convertirlo en la poderosa fuente de provisión acuática de la que disfrutaban hoy, tanto los habitantes de esta pequeña ciudad como el resto de las haciendas y explotaciones forestales que se diseminaban desde Añatuya al Chaco, pasando por Tintina y Weisburd..
En uno de los remansos, los Rímini habían instalado una potente bomba a motor, con cuyos chorros de hasta cinco metros de diámetros regaban la hermosa quinta de su propiedad. Por su parte, la municipalidad había comprado luego la inmensa perforadora a los ingleses que construyeran en Ferrocarril. Con la cual perforó un pozo que hoy servía para proveer de agua a toda la población -de unos 2.600 habitantes. También las casas disponían entonces ya, hacia principios del siglo XX, de electricidad... Y, además de otras comodidades urbanas, un cine, propiedad de la empresa local North Argentina Films, del santiagueño Guillermo Renzi.
Como los otros amigos aún no habían llegado, Pedro Rímini llevó a Alberto Revainera a recorrer la finca, donde hasta el momento trabajaban cuarenta y cinco hectáreas alfalfadas y veinticinco hectáreas de huerta. Con 2.500 árboles frutales de mandarinas, naranjos, limones, duraznos, almendras, ciruelas, higueras, granados y membrillos. Había una sección de viñedo con cien plantas de uva moscatel y ochocientas en almácigo. En las diez hectáreas sembradas con legumbres las había de todas clases: habas, arvejas, espárragos, alcachofas, tomates, espinacas, lechugas escarola, remolacha, chauchas, cebollas, rábanos, zanahorias, acelgas y árboles de palta. Entre las arboledas se había abierto un paseo de plantaciones de adorno, eucaliptus, mimosas, palmas, álamos, moreras y tamarintos, que en amplia calle llegaban hasta la edificación central donde residían los Rímini con sus familias.
Apareció entonces un muchacho muy moreno en bicicleta, para avisar que habían llegado los otros amigos con quienes Alberto Revainera y Pedro Rímini querían conversar, esa mañana. Así que regresaron al hogar de la familia propietaria, en cuyo salón de reuniones estuvieron conversando sobre temas relacionados con sus negocios rurales, hasta pasadas las 12:45 del mediodía.
El señor Schneider había preparado un almuerzo especial, compuesto por comidas criollas y árabes, para agasajar a sus huéspedes. Como a las dos de la tarde pudieron reunirse con el padre Vervoord, quien había salido, también, con el propósito de cargar bolsas con donaciones de alimentos ofrecidos por algunos vecinos de Suncho Corral. Ya situados alrededor de una ancha mesa redonda, de algarrobo, sobre la cual había tendido un primoroso mantel de lino con bordados en tonos coloridos, componiendo delicados ramilletes de flores, vieron llegar al alto y esmirriado sacerdote alemán. En el tránsito de este por el ancho comedor hasta donde los Revainera Saadi esperaban, Alberto pudo observar su raído traje negro, casi gris por el gasto temporal y la infinidad de polvaredas que debía de haber atravesado. No pudo evitar sentir algo de vergüenza, con su vestuario tan prolijo y compuesto por prendas de calidad refinada, algunas de importación. Al igual que las de su esposa y sus niñas.
-Buen día, padre... es muy trabajador usted... - exclamó Alberto, como bienvenida.
-Buen día, Alberto, buen día señora Maira, buen día señoritas Cecilia y Griselda... -contestó el padre Vervoord, quien había aprendido el nombre de todas.
Con serenidad emprendieron el disfrute de los sabrosos platos que iba trayendo una joven mucama, de impecable guardapolvo marrón y modales discretos.
-Cuéntenos algo de la Misión del Pilcomayo, padre Walter -pidió Maira- pero no, primero algo de usted... es alemán... ¿quenó? ¿sus compañeros también? ¿Cómo decidieron venirse a trabajar entre los aborígenes chaqueños?
-Somos todos alemanes... -contestó el padre Vervoort - Fue iniciativa de nuestra orden, en 1925... cuando se envió una delegación de voluntarios, encabezada por el Padre Enrique Breuer, junto a los padres Lambertz, Widman y Kremer… Respecto de mí... También vine como voluntario, un poco antes... pero a Bolivia...
-Ah estuvo en Bolivia primero...
-Sí... lo hice poco después de ordenarme como sacerdote, en 1921... en mis primeros destinos como sacerdote, en Alemania, había conocido algo de las misiones en el Gran Chaco Americano... y me ilusionaba la idea de ser útil a una causa tan noble, por una parte, aunque también, lo confieso, alejarme de Europa... donde se vivía aún cierto clima crispado por las consecuencias de la guerra...
-¿Usted estuvo cerca de la guerra, padre? -preguntó Alberto.
-¡Sí, sí!... ¡estuve adentro de la guerra! Tan es así que no pude ordenarme como sacerdote pues, cuando estaba en el último año del seminario fui incorporado por el Ejército Prusiano para el servicio militar obligatorio... Me enviaron al frente, recibí dos disparos en el cuerpo y así, herido, me capturaron los franceses. Salí de la cárcel recién en 1919... pasé dos años allí...
-¡Oh, Dios mío! ¡Qué dolorosa experiencia!... -exlamó Maira.
-...Las personas que viven en paz no imaginan lo espantosas que son las guerras... por respeto a las niñas, evitaré contar lo que llegué a ver en las trincheras... Baste decir que la palabra horror es demasiado pequeña para sugerir siquiera una sola imagen de la guerra, a quien no la vivió. Sin embargo, los humanos no aprenden... ahora mismo, como una fatalidad de mi destino, estoy con mi comunidad, otra vez, en medio de una guerra cruenta... la de Bolivia contra el Paraguay... que se está llevando miles y miles de víctimas... sin que el mundo occidental casi ni se entere...
-¿Fue por esta guerra de Bolivia y Paraguay que se vino al Chaco, padre?
-En parte sí... Más bien por lo ocurrido con el padre Breuer, quien había sido expulsado a causa de un incidente con un comandante del Ejército Boliviano... en parte, vine a cubrir el espacio que él se había visto obligado a abandonar, para regresar, contra su voluntad, a Alemania... aún está allí...
-¿Qué ocurrió?- se interesó Alberto -¡Cuéntenos, padre, si no le molesta!
-Desde que el Ejército boliviano ocupó el norte del Gran Chaco, incitado por grandes empresas petroleras inglesas y estadounidenses, sus oficiales y soldados comenzaron a acosar a las jóvenes aborígenes, a quienes sometían a sus abusos, de todo tipo. El padre Breuer se opuso con gran valentía, acompañado, por cierto, con los otros sacerdotes y laicos de nuestra misión. No habiendo logrado que su comandante les pusiera freno... peor aún: el mismo comandante cometía parecidos abusos... el padre Breuer viajó a La Paz, e inició una denuncia judicial. De la que, luego de algunos meses, saldría condenado este comandante abusador. Cómo el Poder Judicial no tiene jurisdicción sobre los ejércitos, la condena sería más bien simbólica; aun así, sirvió para que la plana mayor sancionara a este oficial superior, y lo trasladara a otro destino, en Bolivia, como castigo. Ese militar no perdonaría al padre Breuer por su denuncia. Luego de un año, más o menos, al estallar la guerra con el Paraguay... volvieron a enviar al mismo comandante, de nuevo a nuestro Chaco. Vengativamente, el boliviano sometió a todo tipo de ataques al padre Breuer... y, como imaginan, recomenzó con sus acosos y los de sus soldados a las niñas aborígenes. Entonces fue que ofrecí al padre Breuer ocupar su lugar... con anuencia de nuestros superiores, así, determinamos este relevo... provisorio, según creo...
Ni Maira ni Alberto se atrevieron a preguntar más. Con ponderación, la joven mujer hizo un comentario elogioso sobre el keepe que estaban saboreando. De allí, la conversación fue encaminándose hacia apreciaciones sobre el proceso, dilatado y concienzudo, que aplicaban las cocineras árabes, para obtener esta ya tradicional comida que se había incorporado definitivamente al repertorio habitual de la gastronomía santiagueña más egregia.
Como a las cuatro de la tarde, luego de compartir un café con el señor Schneider y los Revainera Saadi, el padre Vervoort partiría hacia su comunidad aborigen de El Chaco, manejando una camioneta Chevy Trucks modelo 1928, con su caja trasera cargada hasta el techo de bolsas, repletas de ropa, hortalizas, frutas y un tambor metálico de 200 litros, lleno de miel.
Mientras tanto, el centro se había venido colmando con puestitos de venta con todo tipo de alimentos portables, artesanías, juegos para niños y otros pasatiempos, algunos de ellos con victrolas sonando a todo volumen con musiquitas de moda.
Ya se había montado un gran escenario, donde actuarían varios conjuntos de Añatuya, Icaño, Selva, Pinto, Colonia Dora y otros poblados más o menos cercanos. Con la coronación, por cierto, de la presencia estelar de Tránsito Cocomarola, quien desde el día anterior se hospedaba en el hotel Baron.
Así, Suncho Corral celebraría esa tarde, hasta la madrugada siguiente, el casamiento de dos de los jóvenes más bellos y ricos de aquella región santiagueña.
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