Capítulo 13
Genaro Coria era hijo de Dolores -“La Dolo”-, soltera, y vivía con su madre, ocupando tres hectáreas a unos 8 kilómetros de la ciudad de Santiago del Estero. Esa mañana de agosto, 24, domingo, luego de tomar algunos mates amargos desde las cinco, mientras miraba el delicioso ascender del sol sobre los bosquecillos florecientes, que abrazaban su vivienda, desde la galería, se dio un baño con agua tibia; en el espacioso cubículo, construido especialmente para ello, a unos veinte metros de la casa. Se calzó una camiseta de lino, camisa verde claro, lisa, de la misma tela, bombacha verde oscura y botas marrones. Luego, silenciosamente se preparó un jarro de matecocido, al cual añadió media tacita de leche. Colocándolo sobre la mesa de la cocina, extrajo un chipaco de los varios envueltos que guardaban en un aparador, poniéndolo tranquilamente sobre un plato de madera, para cortar trocitos y masticarlos serenamente, mientras sorbía de a traguitos el matecocido con leche. Después lavó taza y platos, situándolos entre los cuadros de un escurridor sobre la mesada junto al brasero de ladrillos. Nuevamente, en el baño del patio, frente al espejo, cepilló escrupulosamente su dentadura con una mezcla de jabón de cebo, ceniza y agua. De allí regresó a su cuarto, extrajo una camperita de loneta marrón y se la colocó, observándose rápidamente de arriba a abajo frente a un gran espejo vertical, puesto junto al ropero, sobre tacos de quebracho, contra la pared. Con el fulgor de la luz matutina filtrándose por entre la tela metálica de la ventana oriental, se calzó el sombrero, marrón, de anchas alas, dándole una leve inclinación sobre el lado izquierdo de su faz. Y fue a despertar a su madre, antes de salir.
Dolo respiraba plácidamente en la semioscuridad de su cama de dos plazas, cubierta por sábana y liviana frazada. Sentándose silenciosamente junto a ella, en el borde, Genaro acarició con la mayor suavidad que pudo su mano izquierda, encallecida por el cotidiano trabajo de las huertas en su campo.
-¿Mamá?- le dijo, cuando la mujer, como de sesenta años, entreabrió los ojos: -Buen día. ¿Dormiste bien?
-Sí hijo..
-Voy a buscar a Edith... -continuó Genaro. -Vamos a ir a Guampacha. A lo de los Ulalos. Volveremos por la tarde, recién.
-Bueno hijo... así habíamos quedado... Ya como a las nueve van a venir la Celina con su marido y sus hijos, para pasar el día aquí... me van a acompañar... andá tranquilo.
-Bueno mamá- contestó Genaro. Y luego de darle un beso en la frente, salió.
Dolo había concebido a Genaro a los quince años durante un noviazgo con cierto joven de Loreto -población original de ambos, en el Sur santiagueño. El padre de la criatura, con 19 años de edad, le propuso librarse del niño apelando a un aborto quirúrgico. Dolores se negó; entonces su novio la abandonó y se fue a vivir en Córdoba. Hija de pequeños comerciantes loretanos, Dolo decidió trasladarse sola, con su bebé en el vientre, a la capital de Santiago. Donde, embarazada aún, desmontó un pedazo de terreno, en las afueras de la ciudad, levantó un rancho sobre horcones, con techo de cartón, barro, ramas de árboles y paredes de lona. Su padre y su madre la habían surtido de algunos vestidos para ella y ropita para el niño, un poco de dinero y herramientas esenciales: palas, azadas, rastrillos, un rudimentario arado antiguo con un barzón de quebracho colorado y pocas otras cosas. Con las que se las arregló para empezar una huerta. Las primeras cosechas le permitieron ofrecer cebollas, tomates, higos, tunas -recogidas del monte, donde abundaban-, perejil, zanahorias, lechugas y remolachas, en el Mercado Armonía. Adonde llegaba caminando, como a las 8 de cada mañana, con su niñito en brazos. Dos o tres años más tarde, conseguiría un puesto en alquiler, por gestión del concejal Sández, Demócrata Progresista, cuya familia cotidianamente se surtía en su pequeño negocio.
Genaro creció, se educó y fue madurando en esa rutina: levantarse a las cinco de la mañana, transitar los ocho kilómetros que los separaban del centro de la ciudad en un carro tirado por mulas, almorzar frugalmente en otro puesto del mercado, donde preparaban todo tipo de comidas para una gran clientela campesina, y regresar cada tarde a su creciente propiedad semirural. Cargando otra vez el carro con los productos que ofrecerían al día siguiente, para recién luego bañarse y cenar junto a su madre.
El niño pudo cursar la escuela primaria, antes de decidir trabajar a jornada completa en la verdulería de su madre, pese a que Dolo insistía para que estudiase Magisterio.
Los años pasaron rápido. A los 45, Genaro continuaba soltero, ya sin intención de formar pareja permanente. Habiendo satisfecho sus moderadas necesidades sexuales durante la juventud, principalmente en una casa de citas denominada Pompeya, ubicada en El Cruce, La Banda, que sostenían algunas familias ucranianas.
De personalidad apacible, Genaro no tenía vicios, tampoco vida social, más allá de la cordialidad somera intercambiada con las clientas y clientes en cada semana.
Le gustaba leer. Cada sábado por la tarde se sumergía en la lectura de algún libro o revista, interrumpiendo esa labor intelectual únicamente para cenar con su madre y continuar, a veces, hasta el amanecer. No disponían de electricidad, por lo cual, habían ido adquiriendo lámparas Petromax -a gas de kerosén-, a medida, asimismo, que ampliaban su vivienda con nuevos ambientes. En su parte de la casa ahora -en 1935- Genaro contaba con una pequeña sala de Lectura, junto a su dormitorio. En ella se había construido una estantería de algarrobo, donde, entre varios libros adquiridos en Tucumán, Santiago y mayormente por correspondencia, destacaba la colección completa de El Tesoro de la Juventud. Enciclopedia de Conocimiento, en 17 tomos. Un compendio de libros impresos y distribuidos en Hispanoamérica por la Editorial Jackson. La edición argentina −dirigida por Estanislao Zeballos− era redactada y supervisada, entre otros, por Miguel de Unamuno, José Enrique Rodó y Adolfo Holmberg. Cada tomo, encuadernado en tela e impreso en papel satinado, incluía cuentos tradicionales, poesías, biografías de hombres y mujeres famosos, información sobre temas científicos, geográficos, históricos, literarios; lecciones de francés e inglés; manualidades; juegos, canciones, con excelentes ilustraciones y fotografías.
En su liviano sulky, tirado por un solo, ágil potrillo, Genaro llegó a la casita de su amiga Edith Saganías a las ocho de la mañana en punto. Con el mango de su rebenque, golpeó tres veces el apoyabrazos del vehículo. Menos de veinte segundos después apareció Edith en el hall de su altillo. Llevaba anchos pantalones marrones, con cuadros pequeños de color negro sobre rayitas grises, zapatillas con gruesas plantas de goma, camperita gris sobre una chomba negra, cuelloalto. De su hombro colgaba una cartera de color marrón oscuro.
-¿Cómo está Olimpia?- preguntó Genaro, luego de saludar afectuosamente a su amiga.
-Durmiendo-, contestó ella. -Sabe que debo ir con vos a visitar a los Ulalos, así que va a estar tranquila.
-¿Conoce ella a algún Ulalo?
-A Zapa-, dijo Edith. -Y a Umbídez.
-Ah.
Genaro no era un hombre demasiado locuaz. Por el contrario, difícilmente hablaba si alguien no le preguntaba o decía algo. Así, intercambiando frases de vez en cuando, más bien disfrutando de la mañana casi primaveral, llegaron bastante rápidamente Guampacha. Allí se introdujeron entre pasadizos montañosos, para desembocar, luego de varias vueltas, en un pequeño valle. En el cual, contra una de sus paredes rocosas, se divisaba una ancha puerta natural. Ataron el sulky a un fornido arbusto junto al muro granítico, y se introdujeron para internarse en el relativamente corto pasadizo interior. Como a las nueve y media de la mañana llegaron al inmenso patio subterráneo, como de trescientos metros de diámetro -calculó Edith-, donde bullía la actividad silenciosa de los Ulalos. Seres pequeños en relación con nosotros, con rasgos exteriores muy tenues, sin claras diferenciaciones de sexo, que se movían de un lado a otro como si flotaran en vez de caminar, no parecían tocar el suelo ni se movían sus piernas: pero se desplazaban. Llevaban vestidos parecidos a túnicas, hasta las pantorrillas, aunque algunos iban vestidos con una especie de mamelucos, de diversos colores, irisados, emanando fulgores evanescentes.
Aquel era un día importantísimo para Edith. Pues se le había comunicado que sería aceptada en la comunidad universal de los Ulalos. Para colaborar activamente con ellos, desde su condición de humana. Hasta entonces, solo había conversado esporádicamente con el joven doctor Peña, quien finalmente se le había manifestado como un Ulalo. Presentándole más tarde a Umbídez. Secretario administrativo del Superior Tribunal de Justicia de la Provincia de Santiago del Estero.
Alrededor de un bellísimo mesón de piedra, la recibieron tres seres de ojos grandes, cuyas pequeñas figuras parecían titilar, emanando una simpatía extremadamente agradable, para estos privilegiados que los visitaban y podían verlos, conversar con ellos, y hasta estrechar sus manos, si lo decidían. A diferencia del común de la Humanidad. Para quienes los Ulalos, en caso de introducirse entre ellos, adoptaban apariencia humana, o sencillamente se volvían absolutamente invisibles.
Luego de algunas gentilezas formales, el Ulalo que ocupaba el centro comenzó su exposición. Haciendo una reseña de las actividades que su especie -única en el mundo, situada solo en la región argentina formada por las hoy llamadas provincias de Jujuy, Salta, Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca y La Rioja, debía cumplir, relacionándose con las otras, en casos donde fuese necesario.
-Existen centenares de especies como la nuestra -dijo el Ulalo que se había presentado como Lip- solamente en el espacio físico y energético del planeta Tierra... al igual que nosotros, no son visibles para todas las otras especies con las que, de algún modo, conviven... tal vez tú sabes que tampoco los humanos son del todo visibles, o, incluso, de ningún modo visibles para algunas de las especies que llaman “animales”... como la mayoría de las ranas, por ejemplo, que solo perciben la energía luminosa que los humanos irradian.
“En el caso nuestro, hace trescientos años, aproximadamente, venimos observando, tratando de mitigar, interviniendo en muy pocos casos, en dos problemas que se han precipitado sobre esta parte de nuestro planeta, desde la invasión armada de los europeos, desde finales del siglo XV, sin detenerse hasta hoy.
“No tenemos facultad para reprimir, disolver, modificar, ni mucho menos eliminar, ninguno de los procesos perturbadores que se desarrollan fuera de nuestras áreas vitales de subsistencia; es decir, la primera capa subterránea de esta comarca. Nuestra función, esencialmente, se orienta a informar, detalladamente, acciones o sucesos que desequilibran -o excepcionalmente, mejoran y favorecen- a la Naturaleza local. Así como medir sus impactos presentes, llevar una crónica de acontecimientos pasados, observar emprendimientos humanos o animales potencialmente dañinos o favorables, e informar periódicamente a nuestros superiores. Otros seres, que también habitan esta región del Universo en niveles imperceptibles para los sentidos humanos, así como la mayor parte de los seres que, aún, evolucionan en cuerpos materiales.
Edith pensó que deseaba preguntar algo, y sin que dijera nada, Lip detuvo su exposición, mirándola en silencio.
-Sí-dijo el Ulalo, pregunta lo que desees.
Algo sorprendida, aunque ya había vivido circunstancias semejantes con Saúl Peña (Zapa) y Umbídez (Pol), Edith habló:
-Quisiera saber cuáles son los daños y amenazas sobre nuestra naturaleza que preocupan a la administración universal en la región de Santiago del Estero...
-El arsenicismo es una de ellas -contestó Lip- la destrucción de los bosques, otra... la sustitución caótica de las etnias humanas naturales, configuradas para convivir adecuadamente con el resto de las especies locales, otra... acompañadas por una gran serie de consecuencias directas e indirectas, como el daño a los éteres originales, por la destrucción sistemática de ambientes vitales, la introducción de innumerables bacterias, virus, organismos microscópicos y macroscópicos pertenecientes a otras naturalezas e introducidos repentinamente y de un modo violento en estas áreas... en fin.
-¿Y cuál sería mi pequeño aporte a estas actividades tan nobles que realizan ustedes?
-Si estás de acuerdo en colaborar con nosotros, te haríamos llegar, periódicamente, carpetas con descripciones de panoramas y circunstancias sobre los que deberíamos actuar, o al menos, averiguar más. Así como, también, asignarte, a medida que surjan, algunas acciones en el mundo físico de tu entorno, junto a tus amigos Ulalos que ya conoces, u otros nuevos que conocerás.
-Sí, quiero- exclamó Edith, inmediatamente.
-Gracias, Edith. Estamos felices por tu valiosa incorporación -respondió el luminoso Ulalo. E irradió hacia Edith y Genaro una apenas perceptible resonancia, que a ambos les suscitó sereno júbilo interior.
El camino de regreso les brindó el respaldo de un majestuoso cielo, que se entintaba de tonos rojizos, dorados, azules y violetas, acompañando el descenso del sol y embelleciendo la existencia de los humanos. Atrás quedaban las serranías; de vez en cuando, se cruzaban con viajeros a caballo, en sulkys, en burros o en mulas. De a ratos, también, con camiones ruidosos o, eventualmente, con automóviles, generalmente modelos antiguos, de entre 1918 hasta 1929, más o menos: yendo, o viniendo de Catamarca. Era el tiempo en que estallaban de rosa, azul, y blanco los lapachos. Cada tanto, entre las arboledas oscuras que se deslizaban hacia atrás. Mientras Genaro conducía, sin hablar, la parsimoniosa navegación del sulky.
-Genaro... - musitó Edith
El hijo de Dolo Coria torció apenas unos milímetros el rostro, curtido por el sol, hacia la derecha; sus ojos la hicieron entender que había escuchado.
-¿De dónde sacan la luz los Ulalos?
Genaro continuó imperturbable, como si no hubiese escuchado nada. Edith conocía su talante, debido a lo cual continuó, con suavidad, reflexionando:
-Hemos caminado por un largo túnel, hemos bajado, luego, hacia salones inmensos, tallados adentro de la montaña, siempre con luz... no puede ser luz natural...
Genaro continuó manejando sin hablar, mirando hacia el horizonte, en el Este, que empezaba a mostrar las primeras casitas de la ciudad de Santiago del Estero.
-¿Cómo lo hacen? -murmuró Edith.
-No sé- dijo, por fin, Genaro. Tal vez sea mejor, también, no preguntárselo...
Edith comprendió que debía ser discreta, respecto de sus nuevos amigos, y cambió de tema. Hablaron de su mamá, la Dolo. Con quien la familia Saganías había tenido, desde mucho tiempo atrás, excelente relación.
Cuando llegaron a la casita de los Coria, la Dolo ya los estaba esperando. Con una mesita para tres en el patio. Donde, sobre una colorida mantilla festoneada, lucían tentadoras porciones de chipaco, tortilla al rescoldo, moroncitos, masas con dulce de membrillo y miel. A su costado, en el suelo, un calentador a querosén mantenía en buena temperatura el agua, dentro de una pava. Para el mate dulce, con yerba misionera y poleo.
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