Capítulo 33

 Capítulo 8



Umbídez. IA Designer

    Umbídez se había quedado hasta tarde, pues el doctor Absalón Carol le pidió, al mediodía, pasar a máquina el texto de una acordada, que el Superior Tribunal iba a tratar al día siguiente. Debían de ser casi las nueve de la noche, cuando salió de Tribunales. Comoquiera que sea, iba sereno: los Ulalos no necesitan imperiosamente alimentarse con pitanzas o cenar, aunque provisoriamente estén -como Umbídez- en cuerpos humanos. Pueden extraer el sustento de la atmósfera. Dado que para ellos es una práctica natural, les resulta innecesario concentrarse en dicho propósito: están, constantemente, alimentándose a través del éter. Caminó hacia el centro, ya que vivía hacia el Sur-Este; aunque pensando elegir, esta vez, otro camino, menos directo. Quería pasear un poco. Las veredas, angostas, estaban colmadas de personas que, al igual que Umbídez, caminaban en su misma dirección o en la contraria, sin prisa. Era una noche agradable, los numerosos árboles que iban bordeando las calles empedradas de la ciudad dibujaban una perspectiva interesante al combinarse con los faroles, recién encendidos, si bien de luz eléctrica, muy semejantes a los antiguos, de mecha y querosén, a los que ya habían ido sustituyendo durante los últimos cuarenta años de progreso reciente.

    Sobre la calle Tucumán, antes de llegar a Jujuy, atendía un barbero, que había colocado adentro, junto a la vidriera de calle, un enorme espejo, donde solían reflejarse los transeúntes. Distraídamente, Úmbidez sucumbió al humano impulso de mirar su apariencia física: el alto cristal en rectángulo reflejaba, asimismo, un gran trecho de la acera, hasta unos veinte o treinta metros hacia atrás. Fue allí cuando lo vio. Un hombre rubio. Entre jóvenes, mujeres, ancianas, niños y niñas, todos morenos, uno solo, un rubio que evidentemente no era santiagueño. En esos segundos en que percibió su cabeza entre la multitud antes de quedar oculto nuevamente, Umbídez se dio cuenta de que era un extranjero, y lo estaba siguiendo.

    No hizo nada. Continuó caminando tranquilamente, incluso se paró a conversar un momento con un matrimonio amigo, cuando se detuvieron a saludarlo, en la plaza, y siguió luego hasta la calle Urquiza, donde recién dobló hacia el Oeste. Cada tanto se oía el rugido de algún automóvil, camioneta o una u otra motocicleta, transitando en su misma dirección por esa calle que conducía directamente al barrio Cantarranas. Donde ya casi en el límite de la urbanización más moderna se situaba la Terminal de Ómnibus. Frente a la cancha del Club Central Córdoba. Antes de llegar a la calle Santa Fe, muy cerca de la Terminal, se dio vuelta simulando mirar hacia el norte y el sur para cruzar la calle. Notó que el rubio aún lo seguía. Le costaba ahora esconderse, pues la cantidad de peatones sobre las veredas, poco a poco, a medida que se iban alejando del centro, venía disminuyendo. Entonces, rápidamente, dobló hacia el Sur. Metiéndose en una callecita desierta, un tanto penumbrosa. Allí, junto al umbral de una casa chorizo, se pegó a la pared y decidió invisibilizarse. Cerró los ojos. Se concentró. En dos segundos, había vuelto a la condición natural de los Ulalos: una masa ovalada de energía cósmica, algo azulada, si alguna mirada sumamente experta lograba divisarla, palpitante, aunque para la visión normal de los humanos, completamente invisible, en su transparencia.

    Vio aparecer cautelosamente al joven que lo seguía. Parecía desconcertado. Ya que no había nadie en toda esa cuadra, ni en la siguiente, ni en la otra, hasta donde se podía mirar entre la semipenumbra del alumbrado a querosén, aún utilizado en esa zona.

    Era un muchacho delgado, como de 25 años, supuso Umbídez mientras lo observaba, con toda comodidad desde su posición privilegiada, flotando a unos dos metros y medio de altura, totalmente invisible. De hecho, flotaba por encima del alemán -su tipo racial era inconfundible-, que ya algo suelto, aunque contrariado, miraba hacia todas partes, buscándolo. Lo dejó ir, mientras lo observaba; se paró en la esquina, escrutando las calles en ambos sentidos, nuevamente con expresión entre la pesadumbre y el fastidio.

    Cuando apareció otro hombre, dando vuelta la misma esquina de la avenida Pedro León Gallo, por donde todos habían venido. ¡Era otro rubio!

    -¡La pucha! -pensó Umbídez.- ¡Qué pasa! ¡Se ha venido toda Europa aquí!...-Aunque rápidamente se corrigió: -Pero este no es europeo... este es yanki, me parece...

    Efectivamente, el tipo de ropas que llevaba aquél hombre también rubio, como dijimos, aunque de cuerpo algo más robusto, menos alto, y quizá con unos diez años más que el alemán, tenían características levemente distintas.

    Únicamente coincidían en sus cortes de pelo, y la carencia absoluta de panzas, en sus cuerpos evidentemente habituados a los ejercicios gimnásticos.

    Estalló repentinamente la calma cuando el joven alemán, desde la esquina, divisó a este otro rubio, que vacilaba junto al transparente Umbídez, apenas a cuatro o cinco metros de la Pedro León Gallo, donde él sobrevolaba. Mientras el otro ya estaba en la esquina de calle Congreso. Debido a que eran los únicos sobre aquel tramo desierto, podían verse y comunicarse perfectamente, en ese espacio completamente silencioso. Ya que sólo muy de tanto en tanto pasaba algún carro, motocicleta o, más raramente, un automóvil, sólo por la avenida Pedro León Gallo hacia el Oeste.

    -Hurensohn! Wer bist du? Du bist ein Yankee! Du folgst mir! Ich mache dich fertig! -gritó el joven germano, desde la vereda de enfrente en la otra esquina. Extrayendo una pistola Luger de su costado y apuntando.

    Como un refucilo brilló el revolver del norteamericano cuando lo sacó de su sobaquera y sin previo aviso comenzó a disparar. El alemán había alcanzado a hacer un disparo, que fue a parar al aire, posiblemente, pues inmediatamente cayó.

    El yanki ni siquiera se preocupó en ir a mirarlo, volviendo rápidamente hacia la Pedro León Gallo -es decir, hacia el Norte-, huyó.

    Umbídez todavía estaba allí cuando llegó la policía. Luego de que se apagaran los ecos de aquellos dos disparos, que habían sonado como bombas en el silencio de esa zona apacible de la ciudad, tímidamente comenzaron a salir los vecinos. Y en pocos minutos se llenó de gente la esquina, donde yacía el cuerpo inerme del alemancito asesinado.

    -Es un miembro de la delegación alemana en Santiago-, le indicó Umbídez al comisario Tévez, quien lo conocía de Tribunales. Luego de sacar un portadocumentos del bolsillo interno de su saco, le extendió una tarjeta:

    -Comuníquese con este hombre-, le dijo. -Puede encontrar a alguno de sus subordinados aquí a la vuelta, sobre la Pedro León Gallo, en el galpón de Bonacina. Ellos le alquilan un departamento en la planta alta.


    Una hora y media después estaban en la morgue del Hospital Independencia el comisario Tévez, jefe de la comisaría cuarta, con el sargento Ruiz y el oficial inspector Marozzi, deliberando acerca de los sucesos. El doctor Pizzi, médico de guardia, acababa de entregarles el parte oficial, con su firma. “El occiso perdió parte de su masa encefálica como consecuencia del ingreso de un objeto sólido por la región frontal, que atravesó su cerebro hallando salida por la región parietal, destruyendo tejidos esenciales del cerebro y parte de los mencionados elementos óseos. El objeto traumatizante fue una pieza oblonga, compuesta por una aleación de plomo, estaño y antimonio, de 8,1 gramos, con velocidad inicial estimada de 400 metros por segundo y potencia inicial de 790 julios”.

    -Un Magnum 357 -dijo el sargento Ruiz- Conocido como 9×33 milímetros. Es un arma nueva, creada hace apenas dos años, por la Smith & Wesson... Con cartucho basado en uno anterior, el .38 Special. La diferencia entre una bala disparada del .38 y otra de .357 (aunque miden lo mismo) es que, mientras la .38 sale de la boca del cañón a 250 metros por segundo, la Magnum lo hace a 400, con el drástico aumento de poder y capacidad de perforación que conlleva eso.

    “Esta arma no se consigue fácilmente aquí...”

    -Sí, ya sabemos que el tipo que lo ha matado al alemancito no es de aquí... es un yanqui...

    -¿Un yanqui? -exclamó el oficial Marozzi, asombrado.

    -Ahá -replicó el comisario Tévez- ...un militar... oficial de Inteligencia del Ejército de los Estados Unidos...

    -¡La mierda! - profirió Marozzi, sin poder contenerse -...esto es algo muy pesado...

    -Ya lo creo. - Aceptó el comisario mayor Alejandro Tévez. -Y el alemancito es también militar... teniente de la Abwehr III, contrainteligencia, de la Marina Alemana...

    -¡Ehhh! -se asombró, otra vez, Marozzi:-parece un changuito, casi adolescente-...

    -21 años... -informó el sargento Ruiz.


    A las cinco de la mañana del día siguiente Nerio Sández, diariero, recogió los doscientos ejemplares de El Liberal que correspondían a la ciudad de Fernández, de la Terminal. Como vivía cerca, fue a su casa para desempaquetar y ordenar los cupos de cada zona. Ya lo esperaban allí Chino y Maluco, los dos muchachos repartidores, que cubrían respectivamente el sur y el norte. Cada uno con sus respectivas bicicletas. Nerio repartía personalmente el centro. Mientras acomodaban los cupos, echó una mirada a la primera plana: y quedó perplejo:

    “Un oficial alemán resultó muerto en tiroteo”, decía el titular principal, con grandes letras, que ocupaban todo el ancho de la gran página, tamaño sábana. “Se sospecha de otro extranjero, posiblemente norteamericano", continuaba la información, debajo, con letras de menor tamaño, aunque todavía grandes, en cursiva negrita.

    Debajo, dos fotos: una pistola Luger, obtenida por un fotógrafo de El Liberal, y el rostro de un joven, muy rubio.

    -Ehhh… dijo Nerio Sández a sus canillitas: esto se va a vender como agua... ¡escuchen changos!... repartan a todos los abonados y después recorran los barrios, gritando el titular. Griten esto:

    -¡Crimen en Santiago! ¡Crimen en Santiago! ¡Matan a un alemán! ¡Toda la información en El Liberal de hoy!...

    Luego de hacerlos repetir tres veces la publicidad, los despachó.

    -¡Vamos, vamos, salgan ya y trabajen rápido!

    Después tomó el bulto que le correspondía -unos setenta ejemplares- los colocó, dividiendo el total en dos partes, cada una en las alforjas de cuero que tenía instaladas a los costados de su ciclomotor.

    A esa hora -como las seis-, las dos confiterías del centro, a ambos lados de la avenida San Martín, esquina Jesús Fernández, bullían a actividad. Los pequeños y medianos agricultores luego de repartir los peones en sus diversos campos, se congregaban en el billar y confitería y en otra con varios metegoles, para desayunar o jugar, algunos, un rato, mientras intercambian las primeras impresiones, pronósticos o chismes, rurales, familiares, sexuales, etcétera… Ya algunos se habían enterado del crimen: eran los privilegiados, que tenían teléfono, apenas una cincuenta familias del centro, finqueros prósperos o comerciantes.

    -¡Dame uno, Cacuy! ¿Ya ha salido lo del alemán?- le gritó el finquero Adamchuk,

    -Sí, gringo, ya ha salido, le contestó el diariero... -¡con fotos!-, agregó. A Nerio Sández le decían “Cacuy” porque era solterón, y vivía con la hermana. También más o menos de su edad, alrededor de los cincuenta.



Gobernador Pío Montenegro. Museo Histórico de 
Santiago del Estero.

    Mientras tanto, en Santiago, el doctor Absalón Carol caminaba hacia Tribunales. De donde vivía a unas veinte cuadras, pero la caminata le resultaba tonificante, y a su regreso, desuntemecedora. Cuando estaba llegando, ya antes de cruzar la esquina de la calle Chacabuco, se dio cuenta que se había olvidado de ponerse la dentadura postiza... y también los anteojos... “La puta que lo parió”, masculló, mientras palpaba rápidamente por fuera del saco para comprobar que en los bolsillos interiores no estaban. “Bueno. No importa. Lo mando a Venancio que me los busque”, se consoló.

    Al pasar junto al escritorio de Umbídez, le indicó, sin detenerse:

    -Cuando termines de desayunar vení a verme en mi despacho.

    -Muy bien señor-, contestó el aludido.

    Después, el juez comenzó a gritar, sin por ello detenerse:

    -¡Venancio! ¡Venancio!

    Presuroso, apareció por otro pasillo un muchacho moreno, que perdiendo migajas del chipaco que masticaba por la comisura de la boca se cuadró ante el anciano y le contestó:

    -¡Ordene dotor!

    -Andá a casa...-le dijo el doctor Carol: -Decile a la Cristina que me mande los anteojos y los dientes.

    -¿Los dientes?

    -¡Sí, los dientes, los dientes, carajo! ¿Qué sos sordo vos?

    -Perdone dotor... disculpe dotor... ahora mismo voy corriendo...

    -¡No, corriendo, no, decile a Fabián que te lleve en la camioneta!...

    Media hora después, con el diario abierto, sobre el gran escritorio del Presidente del Superior Tribunal, dialogaban el dactilógrafo Umbídez y el doctor Carol sobre el trágico incidente de la noche anterior.

    -¿Y qué carajo hacías vos ahí? -le espetó Carol a Umbídez.

    -Me seguían- contestó Umbídez.

    -¿Te seguían? ¿quién te seguía?

    -Yo creía que únicamente el alemancito... pero no era así -continuó Umbídez-: tras él venía ese espía yanki, que finalmente lo mató.

    -¿Y vos dónde estabas, cuando ocurrió eso? -quiso saber el juez.

    -Invisible -replicó el oficinista, sin inmutarse.

    -Puta, carajo... ¿en serio me dices eso? -se asombró Carol.

    -¿Usted qué cree? Sus abuelos ya conocían a Los Ulalos, ¿no? Debería saber algo, ya, sobre nosotros.

    -Tienes razón, muchacho... disculpá… -reconoció el alto magistrado, don Absalón Carol. Luego se puso los anteojos y continuó analizando la información de El Liberal. En la página tres, se informaba el nombre del asesinado; no así el de su homicida: “en ámbitos policiales, se sospechan que podría ser un ciudadano estadounidense, por el tipo de arma utilizada”, afirmaba el periodista anónimo, con cautela.

    -Otto Vor… dem, vordem… chermergelde… no, gentschenfelde... ¡Vordemgentschenfelde!, mierda, ¡ponete un apellido! -exclamó con sorna el doctor Carol... este es el muerto... ¿y qué se sabe, sobre el matador?

    -Capitán Rooney Gallagher. Oficial de Inteligencia de los Estados Unidos de Norteamérica. Agregado militar en la embajada estadounidense en Chile-, informó Umbídez.

    -¡De Chile! ¿Y por qué está aquí? -se admiró el juez Carol.

    -En Tucumán. -Dijo el dactilógrafo Umbídez-: Allí hay un consulado estadounidense. Sabemos que lo han delegado aquí para espiarlos a los alemanes.

    -¿Sabemos? ¿Quiénes sabemos?

    -El jefe de policía: Argentino Eberlé, algunos oficiales de la policía, sección Informaciones, yo...y ahora, usted. ¡Ah!, dos más: el rabino Salomón Orban, de Colonia Dora, y otro norteamericano, residente en Santiago, el músico Sam Dooley.

    En ese momento sonó el teléfono. Absalón Carol levantó el tubo:

    -Aló...

    -Llama el gobernador, doctor... ¿Qué hago? ¿se lo paso? -preguntó la operadora del conmutador.

    -Sí, pasámelo...-dijo Carol-. Dos segundos después escuchó la voz de Montenegro.

    -¡Absha! ¿Sos vos?-preguntó el gobernador.

    -Sí Pío... ¿cómo estás? -contestó Carol.

    -¡Como el culo! -escuchó el juez- ¿Cómo quieres que esté? ¡Con el quilombo que se nos ha armado! Hoy a las 8 me ha llamado Agustín, escandalizado... ¡Ha salido ya en todos los diarios de Buenos Aires! “Ché… qué pasa con los santiagueños... que andan matando alemanes...” Me largó. ¡Yo todavía ni me había enterado! Y el tipo, como buen milico, a las siete, ya estaba al tanto de todo!... “Ningún santiagueño anda matando alemanes... al contrario, nos llevamos muy bien con ellos... son los únicos que pagan los impuestos en tiempo y forma”, le contesté, para zafar… “¡Dejate de joder!” -me gritó; “¡Ya está investigando la policía, con Eberlé al frente! -le contesté-: ¡Ya me han pasado un informe completo! ¡Ahora lo voy a leer bien, porque me llegó como a las tres de la mañana... -le he mentido yo... porque eran macanas... no me habían pasado niaca… recién me estoy enterando por el diario...

    -Bueno, manejensé con mano de seda... es un asunto delicado... internacional... puede terminar en un conflicto diplomático... -le había dicho el general Justo, al gobernador.

    -¿Ustedes qué están haciendo? - preguntó el doctor Pío Montenegro al magistrado Absalón Carol.

    -Más o menos lo que vos le has dicho al presidente -contestó Carol.-Ya hemos designado un fiscal -mintió, también, el presidente de la Suprema Corte santiagueña- Echegaray, Crimen de Primera Nominación. Argentino Eberlé está investigando, como vos dijiste, con un equipo policial de elite. Ya se han comunicado con sus colegas de Tucumán, lo tienen vigilado al norteamericano...

    -¿¡Norteamericano!? ¿Es norteamericano el asesino? -casi gritó Montenegro.

    -Sí-contestó Carol.

    -¿Quién es? ¿Un gangster? ¿Han averiguado algo sobre él?

    -Ya sabemos quién es -contestó el presidente de la Suprema Corte- un oficial de inteligencia... enviado para espiar a los alemanes...

    Por unos segundos no se escuchó ruido alguno del otro lado.

    -¿Hola? -se impacientó Carol.

    -Sí... -replicó el gobernador- ...que lo parió... es un gran quilombo, che... vamos a pensar bien antes de dar algún paso... cualquier cosa que decidan, avisame..

    -Y, lo que correspondería sería detenerlo, preventivamente… -reflexionó el doctor Carol.

    -¡No! ¡no lo detengan! ¡vigilenló nomás, por ahora! Dejame que consulte con la presidencia acerca de los próximos pasos... no hagan nada todavía, por favor, Absha... -indicó Montenegro.

    -Bueno Pío. No hay problema. Quedate tranquilo y averiguá bien, vos por tu lado. Después avísame.

    Luego de que cortase el gobernador, don Absalón Carol se quedó quieto, con los ojos fijos en el tubo, que aún tenía en la mano... hasta que un repetitivo pitido comenzó a sonar , advirtiéndole que estaba ocupando innecesariamente la línea. Entonces, recién, colgó.

    -Qué quilombo, Umbídez - dijo luego. -¿Por qué tiene que pasarnos todo esto a los santiagueños? ¡Tan tranquilos que estábamos!...

Presidente Agustín Pedro Justo. Yandex 

    El general Agustín P. Justo estaba rodeado por parte de su equipo de asesores, mientras conversaba con el gobernador de Santiago del Estero, Pío Montenegro, acerca de lo sucedido la noche anterior con el alemán muerto.

    -¡Estos santiagueños ya me tienen las pelotas por el suelo!- exclamó luego de colgar el teléfono. -Perdonemé Victoria, por el exabrupto.

    -No se preocupe, general, comprendo su fastidio -contestó Victoria Ocampo, asesora en el área de Cultura.

    -Si me permite...-titubeó el mayor Santiago Borges- ...con todo respeto... más bien parece un problema entre potencias extranjeras, lo que sucedió... no veo el motivo para incluir a los santiagueños en este affaire...

    -Usted no comprende Borges... toma el asunto sentimentalmente... eso porque quizá no reflexionó como yo, que en este asunto, hay que aplicar el concepto de concatenación de sucesos... ¿Conoce usted el significado del término “concatenación”...

    -A decir verdad... no, mi general -aceptó el aún joven militar.

    -¡Ah!-exclamó, triunfal, el rollizo presidente Justo-: eso porque no ha leído a Marx...

    “La concatenación -explicó, asumiendo un tono doctoral- es la acción y el efecto de encadenar conceptos, ideas, números, códigos o átomos, para crear una secuencia o conjunto interconectado.

    “La concatenación supone elementos que, debido a su naturaleza, pueden unirse unos a otros y formar algo nuevo o diferente.

    “Este crimen, de repercusión internacional, es sólo un resultado de la concatenación de acontecimientos irracionales que vienen sucediendo en Santiago desde unos dos años atrás... primero, el del cabo Paz; después, este ingreso inconsulto de toda una banda de alemanes en la Argentina, tercero, el acuerdo entre Pío Montenegro y el gaucho Castro para perpetuarse en el poder... y ahora, esto...”

    -¡Parte para el general Justo! -gritó un joven desde la puerta del despacho presidencial, interrumpiendo la conversación.

    -Qué pasa subteniente… -replicó Justo.

    -¡Telegrama urgente del Tercer Reich!

    -¡Pero pase amigo, qué hace ahí parado en la puerta -vociferó el presidente- ¡Muestremé ya mismo ese telegrama!

    En un mensaje escrito en español, todo su texto en mayúsculas, el telegrama decía:



EXIGIMOS INVESTIGACIÓN URGENTE. JUSTICIA Y CASTIGO PARA ASESINO DE SÚBDITO DEL TERCER REICH.

Firmado:

Außenminister, Ulrich Friedrich Wilhelm Joachim von Ribbentrop.



    -Estos alemanes, ché… el nombre del ministro tiene más palabras que el telegrama -fue la primera reflexión del presidente Justo. Aunque después agregó: “la cosa se va poniendo fea, amiga y amigos... vamos a tener que consultar a los ingleses... para ver cómo deberíamos encarar la cuestión”. Y volviéndose luego al joven uniformado, que permanecía junto a la mesa, inmóvil, le ordenó:

    -¡Dígale a las chicas del conmutador que consigan, urgente, una comunicación con el embajador de Inglaterra en Buenos Aires!

    -¡Comprendido señor! -gritó el subteniente, golpeando entre sí los tacos de sus borceguíes, mientras hacía la venia rápidamente. Luego, con un giro de sesenta grados, se dio la vuelta y salió.



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