Capítulo 9
Cantando, Edith se bañó escrupolosamente aquella tardecita de sábado, el 6 de julio de 1935. Luego de secarse con un esponjoso toallón rosa, desnuda, con la cabeza envuelta por un turbante lila, recorrió su cuerpo, milímetro a milímetro, con crema de aloe vera, antes de calzarse la bonita ropa interior, suave y liviana, también de color rosado.
Olimpia, que observaba divertida desde su escritorio, dijo en tono de chanza:
-¿Adónde vas, tomineja... que te aderezas tanto?
-Al cine - contestó Edith.
-Ah... ¿sola o acompañada?
-Sabes que me gusta ir al teatro o al cine, sola... de ese modo puedo concentrarme en la obra, comprenderla... e integrarme con ella, sin distracción.
-Seguirás siendo pasto de las chimenteras, pues... que cuchichearán, nuevamente: “ahí va, otra vez, ella... una chica tan bonita... no sé cómo se anima a andar así, con esas polleras, que al sentarse, ¡muestran las rodillas!... ahora las mujeres del centro se están poniendo, todas, así... por culpa de esas películas, norteamericanas, que dan en el Petí Palé....”
Edith lanzó una risita. Contestó luego:
-No veré una película yanki...
-¿No? ¿Argentina, pues?
-Alemana. El vampiro de Düsseldorf.
Olimpia no quiso hacer más preguntas. Sabía que Edith era bastante reservada, y el pacto para alquilar piso, había sido claro. Cada una conservaría independencia absoluta y discreción, respetándose, estrictamente, en lo referido a privacidad.
El departamento parecía haber sido hecho especialmente para ellas. Por una escalera independiente, se ascendía al pequeño vestíbulo, de donde se ingresaba a un mediano comedor, tras el cual estaba la cocina compartida. Seguidamente, había un salón que ambas usaban como escritorio. Con sus mesitas, pequeñas bibliotecas y papeles personales a cada lado: los de Olimpia hacia el Sur, los de Edith hacia el Norte. Habían adquirido, entre ambas, una máquina de escribir, de marca... Olympia... lo cual fue motivo de chistes. Allí Olimpia Righetti pasaba a letras de molde los manuscritos de Emilio y Duncan Wagner. Sabios franceses que, habitando en el monte santiagueño desde 1909, descubrieran la ya famosa Civilización Chaco Santiagueña. Edith tomaba trabajos de tipeo y corrección ortográfica; ambas colaboraban en algunos encargos, cuando, por ejemplo, se trataba de textos para profesores, maestros, abogados, o estudiantes universitarios.
Como dijimos, entre ambos dormitorios, el de Olimpia hacia el Sur, el de Edith hacia el Norte, se desplegaba el escritorio común, pero con mesitas separadas, de las amigas -y socias, en algunos trabajos. Más atrás, hacia el oeste, continuaba una toilette, provista de tocador con tres espejos, el chiffonnier, y a su izquierda, un baño compartido. Finalmente el patiecito rectangular de 10 por 5 metros, hacia el Oeste. Que al tratarse de planta alta, constituía en verdad una terraza.
Edith se calzó las medias rejilla oscuras, transparentes, con ligas ajustándose a los muslos, y encima una pollera gris ceñida al cuerpo, hasta las pantorrillas. No antes de haberse colocado una camisa blanca, con un gran moño bordó en el cuello. Por debajo, una pollera gris. Y encima, un saquito al tono. Completando el conjunto con una garbosa boina, gris oscuro, ladeada graciosamente hacia la izquierda, y unos zapatitos con tacos en aguja, cerrando la tonalidad. Salió.
No era muy fácil caminar por aquellas veredas, algunas de cemento o estucados, otras de mosaicos, las más de ladrillos, u otras numerosas de tierra apisonada -a veces no tan apisonada... Con paciencia y graciosa elegancia fue eludiendo cada obstáculo, hasta llegar, por fin, a las calles del centro, primero empedradas, luego, algunas pocas, pavimentadas: todas con veredas de baldosas acanaladas o lisas. Era una tarde tibia y bella del invierno santiagueño, benévolo, durante el cual puede bajar hasta 1 o 2 grados bajo cero la temperatura por las mañanas, mas al mediodía el sol ha difuminado el frío, casi hasta convertir en primaveral la jornada. Al anochecer vuelve a instalarse la gelidez, aunque jamás como para no ser cómodamente neutralizada por los cuerpos jóvenes.
A las 17:30 llegó a la vereda del cine-teatro Petit Palais, donde se ordenaba una cola, no tan larga, de personas que habían venido, como ella, para la función Familiar, con proyecciones desde las 18:00 hasta las 20:45.
Hasta las 19:00 proyectaron breves números musicales, documentales o algunos cortos mudos de Chaplin. Tras un intervalo de diez minutos, en el cual salieron a comprar golosinas o chocolates, comenzó M, El vampiro de Düsseldorf. En ella, un secuestrador y asesino de niñas aterroriza a los alemanes. La policía lanza una desesperada búsqueda, capturando una y otra vez a hombres inocentes. Entonces los jefes de las mafias, hartos de padecer tantas razzias policiales, deciden buscarlo ellos mismos.
Arrebatada por la historia de la película en su imaginación, Edith salió a esa noche de sábado como si caminara en el aire. Vagamente percibía el bullicio de los autos nuevos rondando la plaza principal, el ronroneo, a veces irregular, de conversaciones de centenares de jóvenes, mujeres y varones, elegantes, bellos, luciendo en su mayoría atuendos tan vistosos como los que hubieran podido encontrarse hojeando las revistas de moda, tan populares entre el sector distinguido -y no demasiado- de la población santiagueña.
Por un momento paseó la mirada sobre la multitud, que llenaba las veredas amplias de la Catedral, esperando quizás distinguir a Olimpia entre ellas. Pues su compañera tendría esta noche una fiesta en el Lawn Tennis. Instintivamente abrió e introdujo sus dedos en la carterita negra que colgaba de su hombro. Seguramente Olimpia no estaría ya, cuando Edith llegara a su departamento. Debía tener la llave... se tranquilizó al palparla. Su amiga, luego de la fiesta, pasaría el fin de semana en casa de su familia. Para volver, recién, el lunes por la tarde.
En la acequia Belgrano habían edificado un kiosco, sobre uno de los puentes, donde se arracimaban decenas de muchachos tumultuosos, comiendo sánguches de milanesa y tomando vino a raudales. Vagamente percibió algún silbido al atravesar, entre muchas otras personas, por otro puente paralelo, para uso peatonal, veinte metros más adelante, justo frente al convento de las monjas Franciscanas. Fue precisamente sobre la vereda del convento que la tomaron bruscamente del brazo izquierdo y se detuvo, sobresaltada. Era el tano de frente al mercado...
-Buonanotte Edith, ti ho vista passare da lontano e ho deciso di accompagnarti... non è bene che una signorina così bella cammini da sola per le strade in questo momento... -exclamó de corrido el hombre.
-Hola, Tomasso -saludó Edith - ¡gracias!-, expresó a continuación: -no es necesario que me acompañes... por favor, regresa a tus ocupaciones, estoy habituada a caminar sola por todas partes...
Tomasso Dell'Attico era un piamontés robusto, bastante más alto que Edith, quien medía 1,65. De cabeza voluminosa, pelo rojizo, le faltaba un ojo. Por ocultar el defecto llevaba un parche oscuro, suspendido con un elástico que cruzaba la pequeña frente, cuadrada, bajo un jopo que se erigía, compuesto por flechas rojizas de cabello grueso, emergiendo sobre la mollera rústica.
-Assolutamente no... -insistió el hombre- non posso permetterlo, non ho impegni in questo momento, è un piacere accompagnarvi.
El italiano tenía 38 años de edad. De ideología monárquica, había combatido contra los prusianos en la Primera Guerra Mundial. Allí había perdido el ojo izquierdo. Y llevaba un casquillo de bala incrustado en el fémur. Lo cual provocaba en él ese caminar con leve cojera.
-Bueno...-concedió a desgano Edith...
Pronto saldrían del pavimento y las calles empedradas. La conversación era difícil entre aquellas dos personas, una bastante descontenta, por haberse visto obligada a interrumpir sus reflexiones sobre el imponente film, que había podido presenciar. El otro, intentando agradar o incluso seducir a la joven, en un muy torpe español, o en su italiano del cual Edith no llegaba a interpretar lo que decía.
Estaban rodeando el Hospital Mixto, por su parte trasera, cuando junto a la muralla que aislaba el pabellón de los enfermos psiquiátricos, el italiano se lanzó repentinamente sobre ella y trató de besarla.
Edith padeció simultáneamente el terror, un olor a chivo en celo como el de su infancia entre las majadas de Buey Muerto, y el aliento a ginebra con cigarrillo en la boca del hombre, que la agarraba de los cabellos tratando de inmovilizar su cara, la cual Edith pugnaba por sacudir cuanto podía a uno y otro lado para evitar el repugnante babeo.
Pegó con toda la fuerza de su puño contra el costado de su agresor, en vano, pues la fortaleza del piamontés la superaba, inmovilizándola contra la pared sin escapatoria.
Entonces ocurrió algo extraordinario. Un resplandor azulino envolvió por completo al voluminoso tuerto extranjero, cuya cara de sorpresa se patentizó frente a la mirada perpleja de Edith, mientras levantaba los brazos, como ahogado y, literalmente jalado por el replandor, se elevaba con todo su corpacho hasta unos dos metros de altura, desde donde, repentinamente, al desaparecer la luz cayó de un modo violento contra el suelo, desmayándose.
Edith, con el cuello dolorido, temblando, asustada aún, vio recién ante ella, a unos cinco metros de distancia, al ser delgado, pequeño, cuya altura quizá llegaría a poco más de la de su cintura, inmóvil, flotando a centímetros de suelo. Sonreía. Y la miraba sin decir nada. Esperando que ella se tranquilizara. Era un ulalo.
La joven se sintió súbitamente aliviada, e internamente dio gracias a Dios. Lo conocía. Se llamaba Zapa. Habían jugado con él, otros ulalos y sus hermanitos, cientos de veces, en el campo, durante su infancia. Y en otros momentos importantes, para ella, Zapa una y otra vez había aparecido, convirtiéndose en una compañía eventual, discreta, estrictamente sólo para ayudarla, como un buen amigo. Como había hecho recién, de un modo invalorable.
Zapa se acercó y le tomó ambas manos.
-Relájate- le dijo. Ella lo hizo.
Cerró los ojos. Cuando los abrió nuevamente, estaban en el recibidor de su departamento.
-¿Quieres pasar? -invitó ella-. Estoy sola.
-No- dijo el ulalo. -Te buscaré mañana, a las 10. Iremos a presentar la denuncia contra el violador. En la comisaría cuarta.
-Bueno Zapa... te voy a esperar lista... y... ¡Gracias!... -dijo Edith, y lo tomó otra vez de ambas manos.
-¡Gracias, gracias, gracias, gracias!...
...repetía ella, sin soltar sus manos... y rompió a llorar... Mas el ulalo, unos segundos antes, ya había desaparecido.
Al día siguiente, domingo 7 de julio de 1935, Zapa golpeteó suavemente la pequeña aldaba en la puerta del departamento de Edith. Ella tomó su cartera, se la colgó del hombro, y abrió.
Zapa ya no era él. Sino el doctor Saúl Peña. Joven y prestigioso médico psiquiatra. Miembro de la plantilla profesional permanente del Hospital Mixto de Santiago del Estero. Edith estaba familiarizada con las conversiones voluntarias de los ulalos. Así que cruzándose comentarios amables y chistes, subieron al Fiat 500 Topolino, que Peña había estacionado debajo. En él llegaron muy pronto a la comisaría 4ª. Donde, un oficial inspector, les tomaría declaración a ambos. Ella como denunciante, el doctor como testigo.
Saúl Peña declaró que “saliendo hacia las 22:00 de sus labores en el Hospital Mixto [...] mientras iba a buscar su automóvil [...] vio a un hombre de gran tamaño forcejeando para abusar, evidentemente, de una joven que intentaba librarse [...] de inmediato acudió en ayuda de la agredida, y tomando de los pelos al hombre lo obligó a dejarla, poniéndolo en fuga luego, con golpes de puño...”
Después de firmadas ambas declaraciones en el Libro de Guardia, el oficial ordenó establecer vigilancia policial durante el día y la noche frente al domicilio del denunciado, para evitar su fuga. Y aseguró que ese lunes a primera hora serían enviadas, la denuncia y los testimonios, ya mecanografiados, al fiscal general de turno, para que procediera a la instrucción de una causa y la eventual detención del forajido.
Me encanta la propuesta, Julio!!!! Recién pude seguirla con más atención. Una experiencia muy valiosa para el campo editorial y literario. Me gusta como novela y me gusta su estrategia de publicación por entregas. Además, una extraordianria forma de recuperar los encantos de la ciudad vieja y su mundo.Un abrazo
ResponderBorrar¡Gracias, Lucas! Un abrazo...
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