Capítulo 15

     En el Santiago de entonces había muy pocos lugares de diversión nocturna. Uno de ellos era El Loro Azul. Especie de cabaret ubicado en el barrio Gambetta. Un bar céntrico, sobre la esquina de Libertad y Belgrano: Pizzería La Negrita. Que solía permitirse presentar números artísticos, con músicos y cantantes algo marginales, eludiendo reiteradas denuncias de los vecinos. Y La Orquídea, Dancing Club, en las afueras, hacia el Oeste, ocupando un amplio espacio sobre un óvalo natural donde se abría la Y griega de dos rutas. Una llevando a Catamarca, pasando por Guasayán. Y otra a San Miguel, por las Termas de Río Hondo.

IA - You.


Este último negocio pertenecía a Arturo del Malvar. Por entonces un hombre como de 35 años. Del Malvar era descendiente de españoles que habían emigrado hacia aquí promediando el siglo XVIII. Repitiendo peripecias y acomodamientos geográficos semejantes a varios otros itinerarios de quienes entonces buscaban hacer fortuna: Panamá, Perú, Charcas, Salta, Tucumán, Santiago... etcétera. Uno de aquellos hermanos,  seguiría hasta Chile, sólo para continuar emigrando, poco más tarde, hasta Filipinas. De su familia descendería el general Miguel del Malvar y Carpio, principal impulsor de la Revolución filipina. Y, posteriormente, jefe de las fuerzas de resistencia armada contra la ocupación de Estados Unidos. En 1901, había pactado un acuerdo con los norteamericanos, deponiendo la lucha armada, y aceptando un gris rol administrativo en la estructura política semicolonial de entonces.

Hacia 1929, Arturo, próximo a cumplir sus 30 años y ocupando en aquel momento un monótono puesto en el Banco Comercial y Edificador de Santiago del Estero, sintió un opresivo vacío interior que lo impulsaría a irse del país: en busca de estímulos para seguir existiendo. Con algunos ahorros, más el dinero que le proveyó su padre, por entonces jubilado con ingresos altos, del Malvar recaló en una de las casas de sus primos, en la entonces pujante y hermosa Manila, al otro lado del Pacífico.

Renovado y entusiasta, en un ambiente, además, de emprendedores -sus mismos primos dirigían negocios propios, como una mediana fábrica metalúrgica o una gran panadería céntrica-, decidió abrir una confitería para turistas, en un lugar de veraneo. En Baguió, ciudad altamente urbanizada de la región cordillerana, ubicada a la orilla del mar en la provincia filipina de Benguet -Norte de la isla Luzón. Los estadounidenses habían fundado esta villa en 1909,  promoviéndola luego como “La capital del veraneo” para la República Filipina. Entonces gobernada a través de una burocracia política supervisada por ellos.

En el proceso de gestación de su negocio, alojado provisoriamente en una pensión, Arturo conoció a un joven pianista estadounidense, afrodescendiente, llamado Sam Dooley. Lo había escuchado por primera vez en uno de los Night Clubs locales, quedando fascinado por su talento interpretativo. Y su buena voz. Cuando cierto mediodía se encontró con él durante un almuerzo, en la pensión que, como si fuera una operación mágica del destino, compartían, le propuso de inmediato trabajar para su negocio. Al cual iba a bautizar La Orquídea.

Desde entonces -primavera de 1929- Sam se convertiría, además de su músico estable, en su confidente y mejor amigo.

La Orquídea pasaría a ser el sitio de moda, rápidamente. Preferida por los turistas occidentales, cada noche, hasta cerca del amanecer, solía colmarse de estadounidenses, en primer lugar, y también con numerosos turistas, mayormente jóvenes, provenientes de Rusia, Alemania, Francia, España y -cosa que gratificaba en parte a del Malvar- ningún porteño.

Así transcurrieron tres años plácidos y prósperos. En los cuales Arturo -a quien los estadounidenses llamaban cariñosamente “Artie”- amasó una pequeña fortuna, luego de pagar minúsculas deudas adquiridas con su familia filipina en los primeros tiempos.

Hasta que en el verano final de 1932 ocurrió algo que solamente su más intimo amigo, Sam, conocería, en la vida sentimental de este hombre un tanto críptico por su psicología. De pronto, Artie pasó de ser una especie de playboy displicente, a excederse en el alcohol, precipitándose una vez más bajo un spleen corrosivo. Incluso, al punto de poner en peligro la estabilidad de la antes exitosa confitería. 

Las cosas comenzaron a mejorar cuando, en un rapto de lucidez -y fortuna, hada que parecía siempre favorecer al santiagueño- un estadounidense próspero le ofreció adquirir La Orquídea. Oferta que Arturo inmediatamente aceptaría.

De tal manera, tanto Arturo como Sam -convencido por el argentino de que Santiago era una especie de Paraíso- se trasladaron a esta provincia. Naciendo por consiguiente, luego de dos o tres meses de aclimatamiento, la segunda versión, esta vez posiblemente definitiva, del Dancing Club La Orquídea.



Ya en Santiago del Estero, una de las primeras cuestiones recomendadas por del Malvar a Dooley fue no llamarlo Artie en público. Por lo demás, el afrodescendiente se aclimató con rapidez a esta ciudad. Ambos ocuparon pequeñas casitas de huéspedes, en una gran finca, propiedad de los abuelos maternos del santiagueño, de apellido Mazzini. Dado que el cuerpo principal de la construcción se había dispuesto para el dancing club, oficinas, almacenamiento y dependencias de recepción, almacén, preparación, cocinado, emplatado, lavado y desperdicios.          

Tanto el trabajo de restauración, pintura, amoblamiento, instalación de equipos de sonido, compra de elementos para el servicio, etcétera, absorbieron durante un par de meses la mente de Arturo del Malvar. Librándolo poco a poco de aquella depresión en que cayera, algunos meses antes, en Filipinas. Esto y el reencuentro con sus amigos, quienes lo contuvieron, algunos de ellos, los más íntimos, escuchando sus confesiones, otros ayudándolo en trámites legales, publicitarios y hasta eclesiales, para librar de inconvenientes el desenvolvimiento de su negocio, por entonces no muy bien visto por el clero católico, predominante en todas las clases sociales de Santiago del Estero, y por cierto, también, en el funcionariado administrativo.

Por fin, el 19 de agosto de 1933 a las 21:00, Arturo inauguró oficialmente su Dancing Club. Con una cena de gala a la cual invitó personajes públicos de la Cultura, la Educación, las Ciencias y hasta al obispo diocesano. Quien no concurrió, pero envió un sacerdote en representación. Que poco antes de comenzar el ágape bendijo las instalaciones. Para dejar en claro, que el lugar no era un espacio pecaminoso, de concupiscencia, bacanales, ni otras disipaciones lujuriosas. Sino un lugar de encuentro para jóvenes -de al menos 21 años, como lo determinó la habilitación municipal-, donde podrían encontrarse, para celebrar, escuchar música, cenar, y bailar, jóvenes y personas conocidas de la sociedad santiagueña.

Pues bien, nuevamente la fórmula resultaría exitosa. De martes a sábado el dancing club se abría al público cada noche entre las 21 y las 03:00, cerrando los domingos y lunes, para descanso del personal y limpieza de las instalaciones, respectivamente.



Pasaron dos años y medio. Ocurrieron encuentros memorables, como el duelo de pianos entre su amigo Manuel Gómez Carrillo y el norteamericano Sam Dooley, el cual atrajo una concurrencia tan numerosa que debieron instalar bocinas metálicas amplificadoras sobre los aleros externos del edificio, pues una cantidad muy grande de personas quedaron afuera, por falta de espacio suficiente en el interior de la casona.

O la visita de Toña la Negra, que provocó, también, con un lleno absoluto, la incompleta aunque igualmente privilegiada situación de unas 400 personas que esta vez, dado que se había previsto la circunstancia, escucharon la histórica actuación de la diva mexicana cómodamente situados, alrededor de mesitas y sillas coquetas, estratégicamente distribuidas en los hermosos jardines que rodeaban el edificio principal de La Orquídea.

 

Reunión de amigos. En casa de Manuel Gomez Carrillo.

    

  Aquella noche del sábado 31 de agosto de 1935 no sería como ninguna noche anterior. Al menos para Sam y Arturo del Malvar.

Comenzó temprano. Arturo había salido, como a las siete de la tarde, para encontrarse con un amigo venido de Tucumán, con el propósito de arreglar algunos asuntos comerciales.

Sam quedó a cargo. Como habitualmente solía hacerlo, a las 20:45 bajó de la oficina donde solían manejar los libros de asientos administrativos, facturas, correspondencia comercial, etcétera. Abajo, ya trajinaban, desde las 20, seis mozos impecablemente aliñados, de smoking blanco y moño, tres cocineras, el chef y el gerente administrativo, Quishula Moreno. 

Se sorprendió un poco al ver que ya había tres autos estacionados en el aparcadero, junto al jardín de entrada. Apenas verlo, bajaron de él ocho jóvenes, varones y mujeres, clientes habituales de la confitería.

-¡Hola, Sam! -saludó Anita Ruiz -¡Necesitamos una mesa para quince! ¡Hoy cumple años Alejandro!

-Hola, Anita- contestó el norteamericano. - ¡Excelente!... ¡Felicitaciones!-, agregó, dedicándole una amplia sonrisa al joven alto y engominado que la acompañaba. Luego, mirando a la señorita, indicó: -Habla con Quishula, él los ubicará bien.

Tras ellos venía un hombre solo. Que se había situado como a unos seis metros del grupito que entraba. Lentamente se había ido acercando, mientras miraba con cierta displicencia la edificación y un pequeño prado con árboles que lo rodeaba.

-Howdy- exclamó, al ingresar.

-Buenas noches, señor- contestó Sam-, por reflejo. Hacía tiempo que nadie lo saludaba en inglés. En el acto desconfió de esa persona, evidentemente un extranjero, más de cuarenta años, blanco. Tal vez norteamericano. Cosa que, singularmente, no le agradó.

El otro se dio vuelta mirándolo con sus azules ojos mientras esbozaba una sonrisita algo despectiva.

Sam prefirió no dar importancia al asunto. Registró, sin embargo, que el extranjero se había situado, solo, en una mesa para dos muy cerca de su piano.

Enseguida comenzaron a ingresar numerosos jóvenes, algunos para el cumpleaños de Alejandro. Otros, por su cuenta: en parejas, algunos hombres solos, otros más o menos maduros, dos o tres de cuarenta para arriba, en barras. 

Desde los parlantes sonaban rumbas populares y, de vez en cuando, algunos boleros. Como a las diez de la noche, Sam pidió a Chiui Chiui, el encargado de sonido, que cortara la música. Iba a estirar los dedos, acompañando con suavidad los diálogos de los clientes. Se dirigió a su piano. Allí se habían amontonado numerosos chicos y chicas, que conversaban a los gritos. Tapaban completamente el piano. Por ello no pudo anticiparse a la sorpresa que, cinco segundos después, sobrevendría.

Al lado del instrumento, un Knight de 1921, una mujer bellísima, como de treinta años, esperaba, de pie. ¡El la conocía!...

“¡Oh, no!...”, pensó el afrodescendiente.

-Hello, Sam.-saludó ella.

-¡Oh! Hello, Miss Ilsa... -replicó Sam, sin una sonrisa, mientras acomodaba sus partituras en el atril. -I never expected see you never...-rezongó.

-Its been a Long Time...- dijo Ilsa.

-Yes ma'am. A lot of water under the bridge.

La hermosa dama se quedó mirándolo unos segundos en silencio. Luego pidió:

-Some of the old songs, Sam...

-Yes ma'am

Repentinamente preguntó:

-¿Where is Artie? 

-I don't know... ain't seen him tonight… -titubeó Sam.

-¿When ill he be back?

Incómodo, algo amoscado, Sam se debatía interiormente pensando porqué le venía a tocar a él, ahora, esto.

-No tonight no more. He ain't coming... He went home.

-Do he always leave so early? -continuó la bellísima joven, con suavidad implacable. 

Sam quizo disuadirla. Lanzó lo que creyó serviría para asestar un golpe desalentador a la autoestima de Ilsa:

-Oh, he never. He's got a girl up at the Blue Parrot... Goes ap there all the Time...

Ella miró hacia otro lado... como si hubiese recibido el golpe. 

-Yo used to be a much better liar, Sam. -dijo después, con una semi sonrisa decepcionada.

-Leave him alone, mis Ilsa... You're bad luck to him... -se quejó amargamente el músico afro.

A unos cuatro metros, el extranjero los observaba desvergonzadamente. Parecía que los ojos iban a salírsele de la cara.

-Puede hablar en español, señorita Ilsa -dijo entonces el pianista, que había comenzado a tañer distraídamente algunos sones en el teclado.

-Es verdad Sam. Discúlpame...

-No sé por qué ha venido aquí, señorita Ilsa -continuó Sam-, pero será mejor que Arturo no lo sepa. No se imagina lo mal que le ha hecho su anterior partida sin despedirse, hace tres años, en Baguió.

-No imaginas lo mal que me ha hecho a mí... -contestó ella. 

-Por poco, Arturo no se fue a la quiebra... -continuó Sam, como si no hubiera escuchado- creo que sólo lo salvó su amor a esta tierra, Santiago del Estero... cuando vinimos aquí recién se recuperó... 

-La vida tiene muchos días, Sam... -contestó Ilsa, dubitativamente-...las cosas aún pueden arreglarse... Toca algo lindo, Sam, por favor... algo de los buenos tiempos... As Times Goe's by…

-Arturo me ha prohibido que lo toque, señorita Ilsa... a él le hacía mal...

-Tócalo Sam, por favor... una vez más... Artie no está aquí... luego de que la toques, me iré...

Entonces Sam comenzó a tocar el tema que ella le había pedido. Y cantó, acompañado por la mirada húmeda de la muchacha:

You must remember this:

A kiss is still a kiss,

A sigh is just a sigh.

The fundamental things apply

As time goes by.


And when two

Lovers woo

They still say: 'I love you'.

On that you can rely,

No matter what the future brings,

As time goes by.


Moonlight and

Love songs,

Never out of date.

Hearts full of passion,

Jealousy and hate.

Woman needs man,

And man must have his mate.

That, no one can deny.


It's still the same old story,

A fight for love and glory,

A case of do or die.

The world will always

Welcome lovers

As time goes by.



Traducción:

Debes recordar esto:

Un beso es solo un beso,

Un suspiro, es un suspiro.

Las cosas esenciales se notan, recién

A medida que pasa el tiempo.


Y cuando dos

Amantes se confiesan,

ellos dicen: 'Te amo'.

En eso puedes confiar.

No importa lo que el futuro trae.

A medida que pasa el tiempo.


La luz de la luna y

Las canciones de amor,

Nunca pasan de moda.

Los corazones, a veces están 

llenos de pasión, celos y rencores.

Pero una mujer necesita un hombre.

Y el hombre, necesita su alma.

Eso, nadie lo puede negar.


Es aún la misma vieja historia.

Una lucha por el amor y por la gloria.

Una ocasión para vivir o morir.

El Mundo siempre dará la

Bienvenida a los amantes...

A medida que pasa el tiempo.


Cuando Sam iba terminando esta última estrofa entraba Arturo a La Orquidea; fue el escucharla por los altavoces y caminar, a grandes trancos, entrechocándose con el público hasta donde estaba el afrodescendiente, para reclamárselo:

-¿Qué te pedí? ¿No te prohibí acaso que tocaras esa canción? -gritó Arturo con tono a la vez furioso y acongojado.

Entonces, percibiendo la presencia de Ilsa, de pie, a la izquierda del piano, se quedó perplejo, azorado:

-Hola, Artie… -saludo ella, con una sonrisa.

-¡No me llamo Artie!- nuevamente gritó él, y girando sobre sí mismo huyó del lugar, subiendo precipitadamente luego, hacia su oficina.

-Le dije señorita Ilsa...-refunfuñó Sam- usted no he hace bien a mi amigo Arturo...

Advertido por una seña del pianista, Chiui Chihui había vuelto a lanzar la música por los bafles, estratégicamente diseminados en todo aquél ámbito, de aproximadamente sesenta metros cuadrados.

Por un momento pareció que ella rompería a llorar... No lo hizo. Reconcentrada, caminó lentamente, entre los jóvenes de pie que llenaban por completo el salón. Encontró una mesita para dos, y se sentó.

Sam se acordó del extranjero y lo buscó con la mirada. Estaba allí. Presenciando todo.

-No es mi día-, pensó. Bajó la tapa del teclado y subió en busca de Arturo.

Lo encontró abismado. Frente a su escritorio. Con una botella de whisky al entrar, su jefe no le dijo nada.

-Fue todo repentino, Arturo...

-Lo entiendo... -dijo él... no te preocupes... es ella... no sé qué quiere de mí... ¿por qué vino a Santiago? ¿Cómo me encontró?

-Quién sabe... traté de que se fuera, antes de que llegaras vos... pero me pidió ese tema...

-Está bien, Sam... alguna vez teníamos que volver a escucharlo...  no podemos huir toda la vida... estoy aturdido, ¿sabes? No sé qué hacer...

-¿Puedo pedirte algo? -preguntó Sam.

-Dime...

-No bebas demasiado... lo prometiste...

Arturo lo miró en silencio.

-Llévate la botella, por favor- dijo luego. -Devuélvesela a Quishula… por favor...

Sam obedeció. Cuando iba salir, oyó:

-Ella... ¿se fue?

-No... está debajo...

Al bajar, Sam la vio de lejos. Había pedido un licuado de frutas, que sorbía cada tanto, con lentitud.

A las doce de la noche subió al tablado un cuarteto local, integrado por saxo, guitarra eléctrica, batería y cantante. Durante poco más de una hora, tocaron música bailable y popular. La pista se llenó. Cuando volvió la música grabada y los bailarines desocuparon el centro del salón, Ilsa continuaba allí.

Cada quince minutos, aproximadamente, Arturo se asomaba al balcón del pasillo de la zona administrativa, que estaba sobre el bar. No podía divisarla desde allí, pues su sitio quedaba debajo. Pero Sam, que se había apostado junto al escenario, movía la cabeza, en forma afirmativa, cada vez que él aparecía.

Como a la una y media llegó la hora romántica y subieron al escenario Los Romero, un trío, que integraban dos hombres con guitarras criollas y una mujer.

Pasó también aquella hora, nuevamente se asomaba Arturo por el balcón, sólo para recibir de Sam señales positivas: la bella mujer permanecía allí. Una y otra vez se le habían acercado hombres, para invitarla a bailar, o pedirle permiso para sentarse con ella. Sólo para ser sistemáticamente rechazados.

Por fin, hacia las 2:45, las pocas parejas que restaban comenzaron a colocarse sus abrigos, levantar sus carteras las mujeres y encaminarse, poco a poco, hacia la salida.

Arturo nuevamente se asomó por el balcón superior del bar. Sam, esta vez desde el rincón derecho, junto a la puerta que conducía a los lavabos, le hizo una seña que en la oportunidad Arturo no comprendió. El afrodescendiente inclinaba la cabeza hacia un costado y cerraba los ojos, apoyando la cara contra la palma de su mano. 

“¿Está durmiendo?”, se preguntó.

Entonces bajó rápidamente las escaleras, corrió hacia la mesa donde se había ubicado la joven española, y la encontró, efectivamente, dormida.

Se quedó mirándola. 

Ya solamente quedaba el personal de la confitería, recogiendo vasos y platos, barriendo el local, desinstalando el sistema de sonido. Sam se le acercó.

-¿Qué vamos a hacer?

-La llevaré a su casa... mejor dicho a su hotel... o adonde me diga ella... -murmuró Arturo. Luego, con suavidad, le acarició la frente.

Poco a poco, Ilsa fue despertando, y levantó su cabeza. Viendo a Arturo frente a ella, le sonrió, sin decir nada.

-Te llevaré a tu hotel -dijo el hombre,

-Está bien-contestó Ilsa.

-Vení conmigo.


Por el camino, luego del envarado silencio de un comienzo, él preguntó:

-¿En qué viniste?

-En taxi-contestó ella.

-¿En qué pensabas volver?

-No pensé... tal vez en taxi, también...

-A esta hora imposible conseguir un taxi en Santiago... -dijo él -eres irresponsable...

En el acto se arrepintió. Estaba dolorido, por dentro. Necesitaba agredirla. Ella no contestó.

Cuando iban cruzando la acequia que, de Norte a Sur, corría por la avenida Aguirre, recién Arturo e Ilsa hablaron, nuevamente.

-¿Cuánto tiempo te quedas en Santiago? - preguntó.

-Mucho tiempo... no sé aún...-contestó ella.

El se sintió un tanto desconcertado.

-¿Qué harás mañana?... o, mejor dicho, hoy, hoy domingo, cerca del mediodía... 

-Estoy libre...-contestó ella. Por la noche debo regresar a Garza, donde trabajo.

-Te propongo algo... -expresó Arturo.

-Dime...

-Te buscaré cerca del mediodía, en tu hotel... conversaremos... me encantaría aclarar, dentro de lo posible, esta extraña relación... ¿relación?... no sé si tenemos alguna... es decir... esta aparición tuya... este nuevo encuentro... no sé...

-Comprendo, comprendo... -dijo Ella...- Gracias Arturo. Te esperaré. Te explicaré todo y lo entenderás. Te lo prometo.


Como a las doce y cuarto del domingo Arturo buscó a Ilsa en el hotel céntrico, donde se alojaba.  Puesto que el bar estaba muy concurrido, le propuso sentarse un rato en la Plaza, para conversar.

-Puedo explicarte todo - dijo Ilsa -... he venido para eso...

-Ojalá... -contestó Arturo- nunca entendí por qué te fuiste sin avisar... parecías enamorada de mí... yo sí lo estaba. Me costó mucho superar tu abandono.

-Yo te amo.-exclamó ella.

El corazón de Arturo dio un vuelco. Pero no dijo nada.

A esa hora, la plaza Libertad estaba repleta de jóvenes, adultos, ancianos y niños. Que habían salido de la misa de 11, en la Catedral, situada justo frente a ella.

-El destino había determinado que nos encontráramos -continuó Ilsa. -Y fue maravilloso. Jamás había vivido un amor así...

-Yo tampoco -musitó Arturo...

-Había dos grandes obstáculos, que impedían una relación plena entre nosotros, para aquel momento.... En primer lugar, aunque no convivíamos con mi esposo, yo estaba casada. En segundo lugar, estábamos cumpliendo una misión oficial para el gobierno de Alemania. En el cual ambos trabajábamos... y seguimos trabajando hoy... -aclaró.   

-Me habías dicho que eras española...

-Soy española. De nacimiento. Aunque también alemana... por sangre... de padre y madre... Tengo las dos nacionalidades...

-¿Cuál es tu apellido?... nunca me lo dijiste...

-Hagen. Y mi madre, Schwab.

-Ah... ¿y en qué área del gobierno alemán trabajan con tu marido?

-En el Servicio de Relaciones Exteriores... -contestó Ilsa. 

-No pareces alemana...-reflexionó Arturo- por tu lenguaje, dijo, no tienes el menor acento... 

-Desde mi nacimiento hasta mis veinte años viví en España. Me licencié en la Universidad de Madrid. En 1928 nos trasladamos a Alemania. Con mi padre y con mi madre. Soy hija única.

Arturo no preguntó más.

-Bien, dijo ella-. Con mi ex esposo nos divorciamos legalmente apenas cumplimos con aquella misión. Que nos había llevado, a él al continente Chino, a mí a Filipinas. No pudimos negarnos a cumplir ese trabajo en coordinación mutua. Era una cuestión de Estado.

Arturo estaba sorprendido.

-¿Alguna cuestión de negocios entre gobiernos?

-Más bien política... -contestó ella- aunque siempre hay muchos negocios, por tras de las cuestiones políticas. Esta vez, se trataba de una circunstancia extraordinaria, que había surgido un año antes, en 1931. La invasión de Japón a la Manchuria. 

Arturo recordó entonces que todos los diarios Filipinos y algunos que llegaban desde Estados Unidos publicaban, casi cotidianamente, alguna noticia relacionada con ese tema, preocupante, para la región.

-Pues bien... -un día me avisaron que debía escapar de Filipinas pues los japoneses habían capturado a mi ex marido, y bajo torturas le habían sacado que yo estaba en Baguió.

Arturo estaba muy conmovido. No había imaginado todo esto. Ni siquiera contaba con información suficiente como para entenderlo del todo. Casi ni había tomado en cuenta aquello de la invasión japonesa a China; para él, había sido una de tantas noticias desagradables que publican cada día los periódicos.

-¿Y qué ocurrió con tu marido? ¿Cómo se salvó?

-Estuvo unos meses preso, en Manchuria. Hasta que el gobierno alemán pudo recuperarlo. Luego de eso, nuestro juicio de divorcio tuvo un fallo positivo y pudimos recuperar, legalmente, cada uno de nosotros, su libertad civil.

“Bien. Más o menos eso es todo. Todo lo básico. ¿Puedes comprender ahora por qué me fui sin saludar?

-¡Sí, sí!...-expresó Arturo, rápidamente. Ante tales circunstancias, aunque no entendidas del todo por falta de conocimientos geopolíticos, no podía hacerse el duro -pensó. De otro modo quedaría como un tonto insensible.

-¿Y todavía me amas? -preguntó sorpresivamente ella.

Arturo sintió que una opresión en la garganta le impedía contestar. Luego de algunos extensos segundos, por fin, repitió:

-Te amo... te amo... te amo...

Y se abrazaron. Y lloraron juntos. En medio de la plaza Libertad, esa mañana soleada del primer día de Septiembre de 1935. Un par de niñitos muy morenos, acicalados de domingo, se detuvieron frente a ellos para mirarlos. Cuando Arturo se percató dijo:

-¿Te parece que vayamos a almorzar?

Y luego de levantarse, caminaron juntos. Ilsa tomándolo del brazo. Para buscar un restaurante.

Ilsa Hagen y Arturo del Malvar, en la plaza Libertad. (IA - img2go.com)








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