Capítulo 18

  Las alemanas y los alemanes decidieron pasar Nochebuena en Santiago. Con tal propósito, reservaron una mesa, para sesenta personas, en el Lawn Tennis Club. Había costado convencer al gerente general, Alfred Röhm, para que los eximiese de trabajar el jueves 25. Aquél año Nochebuena caía miércoles. El gobernador Castro había declarado asueto administrativo desde el mediodía del 24, hasta el 2 de enero inclusive. Pero Röhm insistía en que no debían dejarse influir por las conductas de los santiagueños. Y aunque fuera un periodo extraordinario de celebraciones, para esta sociedad, ellos necesitaban producir numerosos resultados u objetos para lo cual se habían fijado fechas perentorias anticipadamente. La mayoría de las alemanas y alemanes tenían entre 20 y 25 años de edad. Y pese a la intensidad de sus tareas cotidianas, se habían hecho ya de numerosos amigos y amigas, en los últimos seis meses transcurridos desde que llegaran a esta provincia argentina.

En aquella Nochebuena, los vecinos del centro santiagueño asistían a la tradicional Misa del Gallo, que comenzaba en la catedral a las 0:30. Después de ello, cada quien continuaba con sus festejos. En los barrios, cada capilla celebraba, también, la Misa de Gallo con sus vecinos propios. 

La delegación alemana había cenado en el Lawn Tennis; algunos, como Arturo del Malvar, Ilsa Hagen, Sam Dooley con su novia Tina Rodríguez, y unas ocho parejas más, vinieron hasta el centro en cinco automóviles. Mientras el resto se quedó en el club. Cuando regresaron ya la concurrencia era multitudinaria; tanto, que tuvieron que hacer cola en la entrada para poder reingresar.



La mayoría de quienes acudían eran jóvenes. Elegantísimos en sus trajes o smokings, los muchachos, bellísimas en delicados vestidos de gala, cientos de niñas de la Sociedad Culta y Pudiente, santiagueña.

La noche era calurosa; quienes más padecían sus livianos sacos eran los extranjeros; los santiagueños aparecían todo el tiempo felices, muy orondos, aunque casi todos ellos iban con ropajes azules oscuros, o negros.

Arturo, Ilsa, Tina y Sam, bailaron. Tanto cuando comenzó a tocar la orquesta, como cuando los pilotos musicales difundían grabaciones. Hacia las dos de la madrugada, casi todos los hombres se habían quitados los sacos, y otros muchos, los prejuicios. Desde muchachos que jugaban al carnaval descorchando botellas de sidra, hasta quienes se subían a los árboles, o intentaban torpes pantomimas para divertir a sus barritas, entre la desbordante multitud que rodeaba las dos pistas, a cada lado de las piletas de natación, se sucedían tumultos, disueltos con paciencia infinita por los sufridos agentes de la Policía Provincial.

La pista estaba siempre completa. Las parejas apenas podían mecerse un poco, abrazadas, entrechocándose. Era suficiente, claro. Nadie intentaba, realmente, bailar. El asunto era, sólo pasarla bien. Estar juntos, apretados, todas y todos, jóvenes y algunos no tanto, maduros, varios, ancianos, algunos pocos.

Cierto joven provocó un repentino barrullo a los gritos, contra otro que al parecer los había pisado, o empujado: el presidente del club corrió a separarlos, con tan mala fortuna que resbaló en un charco a un costado de la pista y cayó de bruces. Estaba, por cierto, también algo alcoholizado. Varios corrieron a levantarlo. Cuando se repuso, sacudiéndose el pantalón y el saco, se acordó que debía separar a dos jóvenes que peleaban entre los bailarines. Pero las cosas ya se habían tranquilizado. Los pseudo danzantes continuaban, serenos, su estrecho fregoteo de Navidad.

Arturo, Ilsa, Tina y Sam se fueron de allí como a las cuatro de la madrugada. Luego de llevar a Tina hasta su casa en el barrio Huaico Hondo, y dejarla allí, dieron la vuelta por la avenida que rodeaba al Aeropuerto, para tomar la ruta a Tucumán -en sentido contrario. Que los llevaría, pronto, a la finca Del Malvar, en Villa Mercedes.


Los amantes durmieron en la casa de Arturo, como hasta las dos de la tarde. Ella se levantó de un salto, para dirigirse, graciosamente a la cocina.

-Voy a cocinar algo para ti -exclamó-. ¿Dónde están las provisiones?

-En la hielera, de la cocina.

-¿Qué tienes?

-Carne de vaca, de pollo y de cerdo. Garbanzos en escabeche. Mondongo en escabeche. Charqui.  También hay, en la alacena, arroz, polenta, zapallos, papas, zanahorias, puerros, y otros vegetales. 

-¿Tienes miel?

-Sí. En la alacena.

-Te prepararé pané de pollo, exquisito.

-¿Qué es eso?

-Milanesas a la francesa.

-¡Gracias! Seguramente me va a encantar...

Media hora más tarde estaban almorzando, con ensaladas, pan casero, y un vino especial, patero riojano, tinto tardío, que había guardado Arturo en una tina de algarrobo para circunstancias especiales. (Si había alguna, esta superaba cualquier otra posibilidad.)

Después de almorzar, se fueron al Misky Mayu. Entre el puente Negro y el Puente Carretero, la vegetación era casi impenetrable. En medio de las tuscas, los aguaribais, los seibos, y otras numerosas plantitas regionales, se deslizaban sinuosos caminitos vecinales. Que Arturo conocía muy bien.

Desde las arenas en la orilla, el panorama resultaba portentoso. Abajo, el anchísimo cauce; hacia el Este, un panorama de árboles bajos, frondosos, en verdes con miles de matices. Que se perdía en el horizonte. Hacia el Norte y el Sur, Cielo. Así, con mayúscula. Ilsa nunca había visto un cielo como este. Se lo dijo a Arturo.

-Qué hermoso es Santiago... -exclamó Ilsa.-Su naturaleza y su gente son bellísimas... aquí hay paz... nunca he vivido una paz así... hay paz en las personas, en el aire, en los árboles...

Estuvieron un rato largo sin decir nada. Luego de ello, Arturo preguntó:

-¿Te sientes bien junto a mí?

-Soy feliz. -contestó Ilsa.

-Yo también.

-Creo que podría quedarme a vivir en Santiago -continuó la joven. Aún es pronto para decidirlo; pese a ello, lo estoy meditando.

Arturo no contestó. Estaba emocionado.

 

El sábado 28 de diciembre, La Orquídea presentó su Fiesta de los Inocentes. Los jóvenes -y el mismo Arturo-, no habían leído jamás los Evangelios ni alguna Historia de Jesús, más allá de lo que recibían de los catequistas, en alguna parroquia o en las escuelas primarias y secundarias. Debido a lo cual, creían que el Día de los Inocentes era algo más bien referido a las personas crédulas hasta la exageración. Por ello, aquel día se efectuaban chistes -a veces algo pesados, entre los varones-, regalos que resultaban chascos, etcétera.

El encuentro obtuvo gran éxito. Nuevamente subirían al escenario Los Romero, con su interpretación melódica de los boleros más populares por entonces en boga. Luego, un nuevo grupo de jazz: Sam Dooley y su quinteto The Happy Boys. Junto al pianista afroamericano, tocaban Leo Diganni -19 años, batería-, Walter Anselmo -25, saxo tenor-, Selva Morán -20, guitarra eléctrica y voz-, y Pedro Orieta -17, contrabajo. 

Tocaban foxtrot, boogie woodgie, jazz y rhythm, algo de rumba y chachachá. La novedad era un raro mix que había introducido Sam, y el denominaba Rock and roll. Desconocido hasta entonces, el Rock and roll había sido para las comunidades negras estadounidenses, en el siglo XIX, una música religiosa. Que solían interpretar, durante sus fiestas clandestinas, para dar gracias a Dios por haber sobrevivido una semana más. Bajo las duras condiciones de esclavitud, miseria y discriminación brutal a que por entonces los sometían los blancos anglosajones norteamericanos.

Así pues, la única gente que aun en la década de 1930 solía hablar de “rocking” eran los cantantes afroamericanos de góspel. “Rocking” era un término usado por los afroamericanos para denominar la “posesión” que experimentaban, en determinados encuentros religiosos. El término también hacía referencia al contagioso ritmo, que estimulaba la dicha, durante aquella profunda experiencia mística.

Aquella noche el rock and roll se interpretaría, pues, por primera vez en la historia, desde un escenario profano y ante personas mayoritariamente blancas -aunque, por cierto, en la población santiagueña había descendientes de indígenas, mestizos de tez oscura y hasta negros, aunque prácticamente ningún africano en estado puro.


Arturo e Ilsa festejaron la Nochevieja juntos, en Garza, invitados por la familia Revainera Saadi. Luego de una gran cena -a la cual había asistido prácticamente todo el pueblo-, como también los alemanes que trabajaban allí, llegadas las tres de la madrugada los enamorados habían emprendido el regreso, a la ciudad capital. Donde pasarían, el primer día del año 1936, junto la pileta del Lawn Tennis. 

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        El lunes 5 de enero, aprovechando su día de franco, Sam decidió ir al centro de Santiago. Para quedarse a almorzar, quizás, en el Mercado Armonía. Donde seguramente se iba a encontrar con algunos amigos.

Tomando su bicicleta salió bajo la brisa fresca, buscando bordear la ruta aprovechando la continua sombra que aún proyectaban los árboles desde el Sur. En un día soleado, cuya temperatura podría llegar a los cuarenta grados centígrados. Aunque a esa hora -8:30 de la mañana- aún estaba fresco.

Por entonces se había abierto un nuevo concesionario de la Ford en Santiago del Estero. En la misma esquina de Pedro León Gallo y Belgrano. Sam enfiló hacia allí.

Junto a la vidriera, con su bicicleta en la mano izquierda, se puso a examinar los ocho o diez automóviles relucientes que se divisaban a lo largo y lo ancho del amplio salón interior. Cuando escuchó que alguien le hablaba en inglés. Al principio no reaccionó en absoluto, pues se había extasiado con un modelito Deluxe Coupe for Sale, para dos personas. Luego se dio vuelta asombrado. ¡Era el extranjero! Aquél de mirada siniestra. Que los había observado, durante toda la noche inolvidable del pasado invierno en que, por fin, se habían reencontrado, en La Orquídea, Arturo e Ilsa.

-You like cars, huh Sam? Would you like to have a brand new one? No? -decía el tipo.

-Oh, yes, sir!... I particularly like that coupe... -contestó Sam - perhaps I can buy one soon... with my savings, and perhaps some help from my boss to get the loan... But you can speak to me in Spanish, please... I have already become accustomed to this language…

-Te hablaré en español... Sam... pues parece que quieres olvidar tu pasado estadounidense… -exclamó el otro. -¿Por qué Sam? -continuó: Quizás, no quieres que tus nuevos amigos sepan que eres huérfano... que tu padre murió en la cárcel, donde había caído por reiterados robos y asesinatos a mano armada... Que te crió tu madre, saltando de un estado a otro para sobrevivir... ¿y que tú mismo caíste en un Reformatorio Juvenil a los 14 años, por robar una bicicleta?

Bajo el calor que ya había ascendido hasta unos 30 grados a las diez de la mañana, Sam sintió que se le congelaba la sangre.

-¿Quién es usted?, preguntó, cuando logró reaccionar.

El hombre, de fríos ojos azules, le mostró una credencial:

OSS, tenía grabada la tapa, sobre una chapa rutilante. Office of Strategic Services, más abajo. Cuando el personaje la abrió, indicaba adentro:

Captain Rooney Gallagher -decía-. Intelligence Officer.  

-¿Qué puedo hacer por usted, señor?- musitó Sam, intimidado.

-Nada difícil, Sam... sólo colaborar con nuestro país, los Estados Unidos de Norte América... ya que sigues siendo estadounidense, ¿no?... ¿Oh ya has cambiado tu nacionalidad?

-No señor, -contestó Sam- ...pero sí pensaba hacerlo pronto... me gusta vivir aquí...

-Ah, maravilloso, Sam... no tendremos problemas... Argentina es un país amigo... Sólo, que antes, deberás hacer un último pequeño esfuerzo, para que podamos darte los documentos necesarios, con que realizar el trámite con éxito...

-¿Cómo sería, eso, señor? -inquirió Sam.

-Muy sencillo. Deberás decirme, constantemente, todo lo que sepas o te enteres a través de tu amigo o por ti mismo, sobre los alemanes. Cualquier novedad. Cualquier información nueva. Por pequeña que sea. Te pagaremos por ello. Y podrás comprar tu auto propio más pronto.

-Yo no podré hacer eso señor... sería traicionar a mi mejor amigo... quien me ayudó mucho, y además es mi patrón... me contrató porque tengo su mayor confianza...

-¡Oh, no no, boy! ¡No traicionarás a nadie! ¿O acaso tu amigo es admirador de Hitler? No lo parece...

-¡Por cierto que no admira a Hitler! Ni siquiera le interesa la política... jamás hablamos de política con Arturo...

-¿Ves? No se trata de ninguna traición, entonces. Sólo deberás informarme sobre los alemanes. Todo lo que veas. Escuches de ellos o sobre ellos. Todo lo que te llame la atención.

Sam reflexionó durante largos minutos. Se lo percibía extremadamente apesadumbrado. Finalmente, respondió, vacilante.

-Pues bien, señor... sí lo haré...-luego de unos segundos, repitió, en voz muy baja: -lo haré...-como para convencerse.

-¡Así me gusta Sam! Eres un buen muchacho... Entonces, trato hecho. Nos encontraremos cada quince días. Vivo en Tucumán. Este es mi teléfono, dijo, extendiéndole un pequeño papel. 

-Me llamas... y vengo.




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