Capítulo 20

 

El teniente coronel Rommel llegó a Tarija cierto viernes al atardecer, en un Stuka, manejado por su amigo Ronald Hunterschnel, capitán de la Luftwaffe. Harían una breve escala en la finca del general Hans Kundt, para luego continuar viaje hasta Santiago del Estero. Habían salido esa mañana, desde Namibia. Luego de asearse y descansar, partieron, otra vez, a las 6 de la mañana del día siguiente. Para aterrizar en Salavina, dentro del vasto territorio, que el gobierno alemán, había arrendado a la familia Carol. Adonde llegaron poco después de las siete de la mañana. Siendo recibidos personalmente por el Dr. Alfred Röhm: gerente general de la delegación alemana en Santiago del Estero.

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Había llovido suavemente durante los días anteriores; el cielo se mantenía tenuemente nublado, con una temperatura inusual para la estación, más bien fresca, agradable. A Rommel le fascinaban las selvas sudamericanas y las del África. En la adolescencia, había conocido el Amazonas, durante un viaje de vacaciones con sus padres. La experiencia lo dejó encantado de tal manera que, cuando se casó, a sus veinicinco años, siendo ya teniente primero de Infantería, propuso a Lucie Marie Mollin, una joven católica de quien se había enamorado, pasar su luna de miel en Venezuela y volver a recorrer, por varios días, aquellas fascinantes selvas.

En las tierras de la familia Carol los alemanes habían construido varias instalaciones, sin desmontarla por completo. Salvo un espacio suficiente para que aterrizaran pequeños aviones como el mencionado, y otros terrenos donde se cultivaban diversos tipos de hierbas regionales, con fines científicos. Aquellas hierbas eran luego procesadas, en sus laboratorios de Pinto, extrayendo ingredientes medicinales, que, rigurosamente envasados, se enviaban posteriormente a Leverkusener, vía Chile.



Muy cerca de la pista de aterrizaje había, asimismo, una franja, con cuatrocientos metros de ancho, que se perdía en el horizonte, entre tupido bosque, principalmente de algarrobos y quebrachos, colorados y blancos, que lo flanqueaba. En su área Este, se había construido un mediano galpón con oficinas, provisto de una gran antena.

Desde allí probarían, aquella tarde, luego de un frugal almuerzo, el prototipo ultra secreto, que, una parte muy reservada de la delegación alemana, había desarrollado. Se trataba de un minúsculo objeto volador, comandado a control remoto. Dotado de un arma muy recia, autónomo y propulsado por electricidad. Con una batería recargable, construida en base a plomo y ácido.

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Según explicaron a Rommel el doctor Röhm y sus ayudantes, la batería estaba formada por un pequeñísimo depósito de ácido sulfúrico, con placas de plomo adentro. Paralelas entre sí, dispuestas alternadamente, respecto de su polaridad. Las placas positivas, recubiertas de dióxido de plomo (PbO2), y las negativas, confeccionadas con plomo esponjoso. El electrolito agregado, era correspondiente a la batería con carga completa (densidad 1,280 g/ml). Según el número de placas, la corriente suministrada resultaba mayor o menor. Debajo de las placas, había un espacio, permitiendo que se depositaran posibles desprendimientos. Para que no hubiera contacto eléctrico directo entre placas positivas y negativas, se disponían separadores aislantes, resistentes al ácido, pero capaces de permitir la libre circulación del electrolito.

-El prototipo puede ser manejado con absoluta confianza desde distancias hasta de 3 kilómetros, con alturas variables. A partir de allí, comienza a perder conectividad, además de que su vuelo se va convirtiendo en cada vez más espasmódico, llegando a correr riesgos de precipitación.

-Muy bien - aprobó el teniente coronel Rommel. -Y ¿qué otras propiedades tiene este lindo aparatito?

-Es capaz de lanzar descargas muy potentes, con gran precisión, desde hasta tres mil metros de altura.

-¡Muy bien!-repitió Rommel-. ¿Y cuál es su munición?

-Rayos -dijo el doctor Röhm- lanza rayos continuos y certeros, concentrados al máximo, con gran velocidad y potencia.

Durante algunos segundos se instaló un asombrado silencio entre los seis concurrentes a aquella reunión. Cuatro de ellos hombres, una, mujer. La mujer no había dicho nada hasta el momento. Solamente ahora habló:

-Impresionante, ¿no?- comentó. -Es energía solar. Cuidadosamente concentrada y direccionada.

Era Sontag Fliegend, Ingeniera en Física y miembro de  las Waffen-SS.

-Es cierto...- murmuró Rommel - para preguntar luego: -¿Y cómo consiguieron canalizar la energía del sol?

Los científicos se miraron, unos a otros. Luego, iba a ser otra vez la mujer quien daría su respuesta:

-Entschuldigen Sie, mein Oberstleutnant. Wir können diese Informationen nicht weitergeben. Es sei denn, wir hatten eine besondere Genehmigung des Führer. So weit können wir mit der Erklärung gehen.

(Disculpe, mi teniente coronel. No podemos compartir esta información. A menos que tuviéramos un permiso especial del Conductor. Hasta aquí podemos llegar con la explicación.)

-Muy bien...-aceptó Erwin Rommel. Luego cambió de tema: estuvo muy sabroso el almuerzo... -se admiró- y esta bebida, es muy buena... muy energizante...

Se refería a los tamales con harina de maíz y carne de pecarí que comiesen, poco antes: y el mate amargo, que compartieron un rato, mientras conversaban, luego del tentempié.


-Bien, son las 14:55, podemos salir ya, pues a las 15 comenzaremos la prueba -exclamó la Ingeniera Sontag Fliegend.

Todos se levantaron entonces. 

Junto a la caseta donde hubiesen estado dialogando,  se habían montado dos equipos, sobre muebles de algarrobo, con ruedas. Uno de ellos, el de la izquierda, consistía en una especie de radio transmisor, manejable a través de una complicada botonera. Debajo, dentro del mueble, se había conectado otro aparato, de forma rectangular, metálico, conectado por medio de cables con el transmisor.

El equipo de la izquierda, poseía una especie de pizarra oscura, en marco metálico, de unos 60 x 40 centímetros, conectada con un teclado, como el de las máquinas de escribir comunes. Debajo, otro aparato, interconectado, semejante al anteriormente descrito, sólo que algo más alto y delgado.

Gruesos cables partían de ambos aparatos, hacia el interior del galpón, donde funcionaba un pesado transformador de corrientes, que tomaba electricidad, directamente, de un poderoso generador, funcionando en otra construcción lateral.

Dos jóvenes técnicos, oficiales, además, del Ejército Alemán, se ubicaron junto a los aparatos. El doctor Röhm y Sontag, ceremoniosamente, salieron del galpón con un carro metálico cada uno; a la derecha, el doctor Röhm, trayendo la reproducción de una camioneta de combate, como las de cualquier ejército, de unos 80 centímetros de alto, por un metro de largo.

A su lado, Sontag, con una caja de madera. De la cual, ceremoniosamente, sacó por arriba otro aparato, semejante a un avión, en miniatura. “O más bien parece un submarino con alas”, pensó Rommel.

Debía de tener unos cincuenta centímetros de largo, con alas de unos veinte centímetros a cada lado.

Los técnicos ya habían encendido los equipos, que emanaban leves zumbidos, claramente perceptibles por el silencio del campo. También cuando, de repente, se encendió una pequeña luz, en el hocico del avioncito, fue perceptible ya que todos estaban atentos y, además, el día continuaba nublado. 

Rommel no pudo contener su asombro cuando, el pequeño aparato, se levantó súbitamente, elevándose con suavidad, hasta ubicarse como a unos dos metros de altura respecto del suelo: parecía flotar.

A la distancia, más o menos dos o tres cuadras hacia el Oeste, se divisaba una construcción de ladrillos, semejante a un depósito para herramientas. Al parecer con dos metros de alto por dos de ancho.

-Usted ve, ciertamente, aquél pequeño edificio, mi teniente coronel, ¿es verdad? - preguntó la Ingeniera, dirigiéndose a Rommel.

-Así es, por cierto -contestó el prestigioso militar.

-Pues bien -continuó Sontag.- Será nuestro primer objetivo. Ahora, por favor, preste atención.

Y dirigiéndose a los técnicos, preguntó:

-¿Listos? 

-¡Listos! -respondieron ambos, a coro.

-¡Comencemos! ¡Ya!

Se vio al pequeño avión elevarse raudamente hasta unos diez metros de altura, partiendo a gran velocidad hacia el oeste; como si se hubiese arrepentido, giró, repentinamente, trazando un óvalo, al pasar sobre las cabezas de quienes lo contemplaban, para elevarse luego un poco más, y esta vez sí, lanzarse rectamente hacia la caseta de ladrillos.  Al llegar allí, se elevó aún más, y desde esa altura, que debían de ser unos cuarenta metros, se lo vio apuntar con el hocico hacia la construcción, emitir un recto rayo, que duró segundos: antes de que todos pudieran contemplar, azorados, cómo la casita estallaba y se desintegraba en pedazos, que volaban por el aire, antes de desplomarse, definitivamente, dejando un montoncito de escombros, donde antes había permanecido erecto.

-¡Fantástico!- exclamó Rommel.

Los demás se regocijaron, dispensándose, mutuamente, algunos aplausos.

El artefacto, como si tuviera consciencia, se había quedado inmóvil, flotante, en el mismo lugar desde donde había protagonizado su reciente hazaña.

Sobre la pantalla negra de la derecha, junto al teclado, había aparecido una serie de signos blancos, en código morse. Sontag se los hizo notar al teniente coronel Rommel.

-Es el mensaje de nuestro Reiniger- explicó la ingeniera. -Es código morse: dice “Misión cumplida”.

-¿Tiene algún mecanismo transmisor, el aparato? -se admiró Rommel.

-Sí, dijo el doctor Röhm, una pequeña memoria, automatizada, capaz de emitir algunos mensajes, previamente grabados.

-Extraordinario- exclamó Rommel.

-Bien - expresó entonces Sontag. -Ahora viene la prueba más importante.

Todos se prepararon, en silencio.

-¿Listos? -preguntó por segunda vez Sontag.

-¡Listos!- contestaron los técnicos militares.

-¡Ya!-profirió Sontag.

Se oyó el ronquido del pequeño motor al arrancar la camioneta en miniatura, que enseguida partió, con mediana velocidad, hacia el oeste, como dirigiéndose a donde habían quedado, amontonados, los escombros del edificio recientemente destruido.

Se vio al avioncito girar en el aire, volviendo, hasta colocarse encima de la camionetita, que avanzaba por control remoto. Para evitarlo, el técnico de la izquierda le ordenó regresar, desde los doscientos metros de distancia, más o menos, hasta donde había avanzado. 

Cosa que hizo rápidamente el artefacto terrestre, aumentando notablemente su velocidad: entonces se vio salir, otra vez, un fulgurante rayo de luz desde el hocico fatal. Pero no dio  en el blanco...  Con una hábil maniobra, el técnico de la izquierda había vuelto a hacer cambiar su rumbo a la camioneta, levantando una polvareda, para dirigirla velozmente hacia otro sector de la ruta, con lo cual, por una milésima de segundo, el rayo destructor había impactado en el suelo, formando un cráter, donde antes estuviera el pequeño vehículo teledirigido.

“SIN RESULTADOS” - aparecería escrito en código morse, esta vez, en la pantalla negra.

Rommel lanzó una exclamación:

-¡Fantástico aparato!

Otra vez el camioncito enfiló hacia el Oeste, otra vez el “submarino volador” lo persiguió por el aire... esta vez con éxito, pues a poco de haber tomado velocidad el vehículo terrestre, se vió estallar la polvareda, levantarse una llamarada, una humareda... y muy pronto se pudieron divisar los restos del vehículo motorizado, convertidos en chatarra, incendiándose, yacentes, en desdorosa distribución a un costado del camino.

Hubo un silencio entre los congregados. Luego, todos, celebraron el acontecimiento con aplausos.

Nuevamente aparecieron los guiones y puntos blancos sobre la pizarra negra del receptor:

Misión Cumplida, comunicaba Reiniger, como lo había llamado Sontag (que en castellano significaba “Limpiador”).


Después del exitoso experimento, se fueron a cenar en la casa del doctor Röhm. Donde los esperaban su esposa y una empleada criolla. Todos los demás alemanes, unos setenta, entre obreros especializados, técnicos, ingenieros y demás empleados, andaban dispersos por Santiago del Estero capital, Añatuya, Selva, Suncho Corral, u otras localidades cercanas. Pues en ellas los clubes, deportivos o sociales, ofrecían espectáculos bailables los sábados.

-Tiene algunas limitaciones Reiniger- aclaró Sontag más tarde, cuando, para la sobremesa, se habían quedado solos: únicamente Rommel, la ingeniera, Röhm, y sus respectivos cónyuges. -Primero: no es capaz de ofrecer respuesta útil más allá de los tres o cuatro kilómetros de distancia de sus comandos. Dos, tampoco puede ser operado eficazmente a más de trescientos o cuatrocientos metros de altura.

-Comoquiera que sea, es impresionante -contestó Rommel.

-No hemos logrado avanzar en el control de la energía solar, las ondas radioeléctricas, y el traslado inalámbrico de la información lo suficiente como para lograr más que esto. -Lamentó la ingeniera. -Pero hay aquí quienes sí saben cómo hacerlo.

-Ah... ¿sí? -repitió Rommel, nuevamente asombrado. Debemos aclarar que el ya muy famoso comandante, un héroe de la primera Guerra Mundial, no era propenso a dejarse impresionar fácilmente. Esta experiencia, que por primera vez vivía, al parecer podía deparar revelaciones inesperadas,  casi a cada momento de su transcurso excepcional.

-Así es. Los Ulalos...-casi susurró la joven e inteligentísima ingeniera. -Aunque no sé si alguna vez lograremos, siquiera, ser recibidos para una conversación informal,  por ellos...


* * *

    

Tito “Wayrala” Jiménez era un hachero, de 19 años, que por azar se había convertido en el único testigo foráneo, e inadvertido, de la singular presentación, ocurrida en aquel campo de Salavina, esa tarde. Andaba juntando miel de palo, algarrobas, leñitas destinadas a su horno y todo lo que pudiera obtener para la modesta sustentación cotidiana, compartida con su compañera Silvana, de 16 años. Satisfecho con lo obtenido, se disponía a regresar a su ranchito, donde lo esperaba Silvana, cuando sonó el primer estallido: que lo dejó paralizado, por un momento. Luego de lo cual, trepó a un algarrobo muy alto,  e intentó discernir qué estaba pasando en la finca de los alemanes, desde la distancia. Pese a encontrarse a unos quinientos metros de los sucesos, pudo distinguir, con bastante claridad, casi cada detalle de la segunda demostración. Sus ojos agudísimos de campesino, acostumbrado a otear horizontes interminables, captaban prácticamente todo lo que se proponía, hasta en distancias increíbles para una imaginación urbana.

-Parecía un avioncito... -le contó, entre mate y mate -dulces, con chipaco y moroncitos-, a Silvana, poco después de llegar, asustado aún, a su modesta vivienda, aquella tarde.

-¡Ay Tito! -se lamentaba su novia.-¡Para qué te has quedado!... ¡Mirá si te pillaban! 

-No me iban a hacer nada... ellos me conocen... muchas veces les hei hachiao para ellos, también les hei aiudao cuando construían los edificios...

-¿Pero vos sabías que tenían esos aparatos, capaces de destruir cosas?... ¿Qué tiran?... ¿balas? 

-No sé -dijo Tito-: balas, no son... algo distinto... capaz que rayos X, o algo así... menos mal que estaba nublao… hei podido ver, clarito, que el avioncito tiraba un rayo, finito... dos veces... la segunda vez, le ha pegao al camioncito... lo ha hecho volar por los aires, lo ha pedaciao…

-¡Ay, Tito! ¡No le cuentes nada a nadie! ¡Io tampoco lo vua contá!... ¡No nos vaiamos a meter en líos!...

-Quedate tranquila mi amor. No le vua contar a nadie- aseguró Wayrala.

En el dulce silencio del atardecer de ese gigantesco campo vacío, se escucharon las últimas chupadas a la bombilla como rasguidos, antes de que sentenciosamente el muchacho agregara, a continuación:

-A nadie le vua contá… pero a Segundo... sí le vua contá…

La bonita adolescente que convivía con él lo miró, antes de preguntar:

-¿A Matecosido?

-Ahá -contestó Wayrala.*

-¿Y para qué le podría servir esto a Segundo?

-El sabrá -aseguró, con calma, Tito Jiménez. -Él siempre sabe qué hacer. Es un hombre muy sabio.


* Wayrala: en quichua, “ligero”, “rápido”.  



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