Capítulo 27
Capítulo 2
El teniente Fabián Condorí despertó súbitamente, ofuscado, a las tres de la madrugada. En su pesadilla, estaba soñando que caía, dando vueltas, en un abismo profundísimo, circular, entre la oscuridad. No se veía el fin; sólo llamaradas repentinas, rojizas, amarillas, aterradoras, estallando de repente, entre un denso humo, a lo lejos. Sentía dolor de cabeza, dolor en el cuello, la columna vertebral, una pierna, dolor en el hombro. Le habían sacado cuatro balas del cuerpo. No algún médico, sino un brujo indio, del Chaco Argentino, que, con cuchillos y pinzas fabricadas por él, iba extrayendo los proyectiles, uno a uno. Usando un brebaje que le hiciera tomar, media hora antes, como anestesia. En verdad, hacía mucho calor. Atravesaban un verano tórrido, en aquella región tropical de Sudamérica.
-¡Ñaaré!-, gimió.
No obtuvo respuesta. Se oían ronquidos, de los que yacían, mayormente en el suelo. Pues los pocos catres de lona, estaban destinados a oficiales y suboficiales, en aquel improvisado hospital de campaña, hecho de largos barracones levantados con troncos y techos de yerbajos con barro.
La catástrofe se había precipitado repentinamente. Durante el día de ayer, martes de carnaval. Almorzaban tranquilamente, dispersos sobre el ancho canchón, como era habitual; algunos soldados se divertían tirándose agua con baldes, junto a una lagunita. Cuando se escuchó el ruido de un avión que se acercaba por el cielo despejado de aquel caluroso día. Que los sobrevivientes ya no iban a olvidar.
-¡Alerta! - gritó él, levantándose precipitadamente y corriendo entre los grupos de soldados que comían, aquí y allá, la mayoría sentados en el suelo. -¡A las armas!
Uno de ellos se levantó y dijo:
-¡Es norteamericano, mi teniente!
Eso lo tranquilizó un poco. Los norteamericanos eran aliados.
Pero de repente estalló el infierno. El avión de combate, inesperadamente, lanzó una bomba, justo en medio de donde se concentraba la mayor cantidad de gente. Se oyó su silbido y un trueno ensordecedor, alzándose una polvareda gigantesca, mientras los que se habían salvado por estar en los flancos veían a sus compañeros convertidos en guiñapos sanguinolentos, sobre y alrededor del foso que había provocado la bomba.
El mortífero avión norteamericano efectuó una pirueta en el aire y regresó, lanzándose esta vez en picada hacia el campamento boliviano. Lanzando ráfagas de ametralladora, que iban diezmando a las decenas de soldados, despavoridos, sin permitirles alcanzar la selva.
Luego, incluso desde allí, desde la espesura selvática que los rodeaba, comenzaron a brotar disparos. Los paraguayos se habían acercado sigilosamente durante la noche anterior -por lo visto. Instalando comandos, alrededor de las fuerzas bolivianas, para aniquilarlos cuando intentaran huir.
-¡Agruparse junto al cañón!, ¡Agruparse junto al cañón!-gritó, una y otra vez el teniente Condorí. Mientras buscaba al artillero, que había estado almorzando con él unos minutos atrás. Fue cuando el avión lanzó la segunda bomba. Y el vio a su amigo Jorge, a lo lejos, levantarse dos metros, ensangrentado, para volver a caer sobre el suelo. Desesperado, corrió hacia él... logró llegar e increíblemente lo encontró vivo... pero destrozado... se mareó; solamente los ojos de Jorge, lacrimosos, lo mostraban como un guiñapo sanguinolento. Reaccionó, y levantándolo, emprendió, con él en brazos, la carrera de regreso. Allí fue que sintió la primera bala, sobre su hombro. No se detuvo; por el contrario, sus piernas parecían darle alas. Otro tiro entró por su costado. Y otro en un brazo, a la altura del bíceps. Ninguno logró detenerlo. Hasta que un cuarto balazo de mauser entró en su espalda, junto a la columna. Y lo derribó. Al parecer había perdido mucha sangre, ya. Se desvaneció.
Cuando recobró la consciencia, se encontró sobre una mesa pulida, desnudo, con el brujo Ñaaré a su lado, esperando para comenzar sus intervenciones quirúrgicas. Estaban bajo una galería con techos de paja, debían ser como las cuatro de la tarde. Una a una, Ñaró fue extrayendo las balas de su cuerpo. La más problemática fue la que había entrado por su espalda. Como estaba muy cerca de la columna, debía tratársela con extremo cuidado, para evitar el roce de algún nervio. Ñaaré estuvo hurgando, suavemente, aquella herida, cerca de media hora. Calculó. Hasta que finalmente tuvo éxito. Vinieron dos indios jóvenes, que lo ayudaban, y dieron vuelta al teniente Condorí -pues lo habían colocado boca abajo para esta operación. El viejo Ñaaré, con expresión triunfal, le mostró la bala, aún mojada en su sangre, sosteniéndola frente a sus ojos con una pinza de metal.
-Te vas a curar angirü Fabián. Ahora descansá -le dijo el curandero pilagá.
-¿Y Jorge? -atinó a preguntar el teniente Condorí.
-Ya está en Yvy Maraey *. Quedate tranquilo por él. Ahora descansá.
Después de recordar todo esto, Fabián Condorí nuevamente se durmió.
Debe de haberse despertado como a las seis de la mañana, pues ya vio la luz del sol ingresar con fuerza a través de las ventanas. Afuera, en la galería, divisó al mayor Pericás tomándose un mate amargo mientras leía el diario.
-¡Mayor!- gritó.
El hombre dio vuelta la cabeza hacia él y luego, dejando lo que hacía, entró.
-Te salvó diosito, Fabián... -exclamó el mayor Pericás en voz alta-: has hecho una locura... meterte entre medio de las balas... cuando todos escapaban... casi mueres, a los 23 años...
-Era mi mejor amigo, mayor...
-Está bien... lo comprendo... y te felicito -dijo Pericás. -Ahora tienes que descansar... dice el brujo Ñaaré que en una semana, ya vas a estar recuperado.
-¿Por qué el gobierno no nos manda médicos?
-¡Es un gobierno de mierda!- renegó el oficial. -Pero te garanto que Ñaaré es mucho mejor que un médico universitario... la medicina indígena es ancestral... cura con medicamentos probados durante miles de años...
-¿Señor, por qué nos atacan los norteamericanos? -preguntó Condorí -¿no son nuestros aliados?
-Eran. - Contestó el mayor. -Ahí me estoy enterando, por el diario, que ahora se han pasado de bando. Ahora apoyan al Paraguay.
-¿Por qué?
-Intereses económicos. Los grandes empresarios, del petróleo y del gas, se han dado cuenta de que ingleses y norteamericanos se pueden repartir amigablemente el botín. Y en vez de desgastar sus recursos, apoyando uno a Bolivia y otro a Paraguay, se unieron, contra nosotros. Ahora tenemos a todos contra nosotros. Así terminarán más rápido.
-¡Qué malaria, malditos sean, qué hijos de puta! -exclamó el teniente Condorí.
-Para justificarse, dijeron que no hay estabilidad política en Bolivia. Y que, además, había compromisos “en las sombras” entre el gobierno de Bolivia y los alemanes...
-Entonces ya será muy difícil para nosotros continuar con esta guerra...
-Tú lo has dicho. El Diario de hoy informa que el dueño de la Standard Oil, Braden, ya envió a su hijo para que desmonte toda la infraestructura industrial instalada en Bolivia. El Diario publica su foto en primera plana. Un gringuito gordo, con cara de boludo. Ya contrató una flota de camiones en Brasil. Y están llevando todas sus máquinas y equipamientos perforadores y de exploración hacia el Paraguay.
-¡Hijos de Puta! -repitió Fabián.
-Así es la vida, camarada... -lo consoló su jefe, el mayor Augusto Pericás. -Nosotros, los pobres, nos jugamos el cuero y la vida por la Patria. Ellos, los políticos y los millonarios, nos usan, como carne de cañón, para multiplicar sus depósitos bancarios.
* Yvy Maraey: “Tierra Sin Mal”, en idioma guaraní. Lugar sagrado, donde las almas de los justos van después de la muerte. Es un concepto central en la cosmovisión chaqueña. Y representa un paraíso terrenal, donde no existe el sufrimiento.
***
Sir Andrew Agnew, General managing, director of Royal Dutch and chairmen of Shell, se trasladaba en el hermético gabinete trasero, de una Rolls-Royce, 178SK Barker Limousine, hacia la reunión que, esa tarde, a las 15, debía mantener con el doctor Carlos Saavedra Lamas, canciller argentino, y Spruille Braden, propietario-gerente de la Standard Oil of Bolivia: franquicia, del grupo internacional Rockefeller. Agnew era un inglés casi de 40 años, décimo baroneth de Lochnaw, cuya prosapia se remontaba al siglo XII. A través del vidrio blindado veía pasar las elegantes villas bonaerenses, levemente perplejo, por el estilo europeo de su construcción. El arbolado, incluso, bien podría haber pertenecido a Inglaterra, o a Francia... país que parecían admirar de un modo reverencial los argentinos. Adelante, iban el chofer, y un capitán, custodio, que le había asignado la embajada; ambos, ingleses.
Llegaron cinco minutos antes. Mientras atravesaban la senda de ingreso al chalé donde residía Saavedra Lamas, el baroneth pensó que debería cuidarse especialmente de Braden. Especie de matón astuto, que habían lanzado como arquetipo los norteamericanos a partir del explosivo triunfo de grandes empresas capitalistas en su territorio, gracias, principalmente, a su aplicación de métodos gangsteriles, con frecuencia muy poco claros.
Personalmente, Saavedra Lamas lo recibió luego que fuera anunciado, acompañándolo hasta un gigantesco living, deliciosamente enmarcado con grandes pinturas en sus paredes, algunas de autores muy conocidos, como David, Sir Henry Raeburn, Ingres y hasta Gainsborough.Como también talladas estanterías donde, tras vidrios protectores, destellaban títulos dorados de numerosos libros, cuidadosamente encuadernados en negro.
El canciller invitó a elegir el sitio donde quería esperar la llegada del otro concurrente, cuyo secretario había avisado por teléfono, unos minutos atrás, que llegaría un tanto retrasado. Sir Agnew eligió un pequeño apartado del salón, entre dos grandes mesas, bastante aireado, con cuatro armchairs coquetamente tapizados en lino, de color arcilla. Particularmente quería sentarse ante una bonita pintura, cuya composición necesitaba observar a sus anchas mientras conversaban. Le parecía que podría pertenecer al gran pintor James Jacques-Joseph Tissot, cuya romántica vida y maravillosamente sensitiva creatividad había seducido a la sociedad ilustrada de toda Europa. Lo preguntó en voz alta:
-Ese cuadro... ¿podría ser un Tissot?
-¡Auténtico! -contestó en inglés Saavedra Lamas. Con un chispazo de orgullo en sus ojos grises, habitualmente inexpresivos.: -Room Overlooking the Harbour-, completó.
-¡Oh, quisiera verlo de cerca! ¿Me lo permité? -contestó en perfecto español Sir Andrew Agnew.
-Por favor... es su derecho...-dijo, a su vez, Saavedra Lamas, retomando el español, mientras extendía delicadamente el brazo izquierdo, con la palma de su mano hacia arriba, en señal de cortesía.
Sir Andrew se acercó a la pintura casi con precipitación.
-Un óleo... ¡oh, cuánto empaste!... ¡maravilloso!... -exclamó, entusiasmado. Había visto una buena reproducción en Masterpieces British Art, de 1930... no imaginaba que alguna vez podría contemplarlo. La revista informaba su ubicación de entonces en una colección privada.
Sir Andrew Agnew se ensimismó en la obra. Junto a un ventanal, que a través de sus cristales, mostraba cierto paisaje portuario, una muchacha del siglo XIX vestida en tonos pardos, verdosos, grisáceos, indecisa, al parecer, ante un plato con pescaditos como de plata, mientras el refinado gesto de su mano derecha sugiere algo de impaciencia contenida, a la vez que su padre -o abuelo-, con monóculo, en el otro extremo de una mesa liviana -con alcuzas de cristal, botellones, tazas, una jarra con agua, dos naranjas o mandarinas, un florero de vidrio con flores blancas y tres rojas, con un pimpollo del mismo color- lee un periódico tamaño sábana sin tenerla en cuenta...
Un sigiloso criado interrumpió la concentración del inglés. Dirigiéndose a Saavedra Lamas, expresó en voz baja, aunque perfectamente audible:
-Disculpe doctor... el señor Braden ha llegado...
-Acompáñelo hasta aquí, Demian, por favor -contestó Saavedra Lamas.
Y dirigiéndose a su egregio visitante, explicó, refiriéndose al cuadro:
-Se lo compré en 1932 al señor Robert Skinner... en Londres... por sugerencia de un marchand conocido de los expertos, cuyo padre se lo había vendido, antes, a uno de los abuelos de Skinner, hacia fines del siglo XIX. Por pudor no diré cuánto tuve que pagarle... Usted me confirma, ahora, que valió la pena... gracias...
No pudieron continuar la conversación. Había irrumpido el magnate norteamericano.
-¡Good afternoon!- exclamó, con voz estentórea, el aún joven Spruille Braden, por entonces de 31 años. -Sorry for my delay in arriving! I couldn't help but get caught up in a problem that needed to be solved before leaving! (Perdón por mi retraso en llegar. No pude evitar que me encontrara con un problema, que necesitaba resolver antes de salir).
-No hay reclamo alguno de mi parte, señor Braden...-contestó el lord inglés en castellano. -Espero que de nuestro anfitrión, tampoco... -agregó, mirando a Saavedra Lamas, quien asentía, con una sonrisa y las palmas de sus blancas y cuidadas manos hacia arriba. -Estábamos muy bien entretenidos... conversando de arte, con el doctor Saavedra Lamas.
-Art will not feed us... let's talk about business... that's what we came for… (El arte no nos dará de comer... mejor hablemos de negocios... es para lo que hemos venido...) -exclamó Braden, sin siquiera mirar los cuadros en la pared. Para apoltronarse ruidosamente, luego, sobre el mismísimo sillón, donde minutos antes, sir Andrew Agnew había permanecido.
Sin poder evitarlo, Saavedra Lamas dirigió una mirada de terror al refinadísimo inglés. Este apenas movió las comisuras de sus labios, hasta formar una casi imperceptible sonrisa, mientras bajaba y subía rápidamente los párpados, de largas pestañas color castaño oscuro, dando a entender que se amoldaría a la circunstancia. Por su parte, Braden continuó:
-Please... let's communicate in English... I have a hard time understanding South American Spanish... even though I've been negotiating here for almost four years… (Por favor... comuniquémonos en inglés... me cuesta mucho entender el español sudamericano... pese a que ya llevo negociando aquí cerca de cuatro años...)
-Sounds good to me... we'll talk in English, in your honor... (Me parece bien... conversaremos en inglés, en honor a usted...) -expresó Saavedra Lamas, con acento londinense.
-Okay! Let's get down to business! What will we give to the Paraguayans? And what to the Bolivians? ... we must resolve this matter quickly... Standard Oil and Company is losing millions of dollars, right now, while we are talking. And, besides, at 4:30 p.m. I have to meet with the Paraguayan ambassador. I would love to bring him an answer. (¡Bueno! ¡Concretemos! ¿Qué les daremos a los Paraguayos? ¿Y qué a los bolivianos?... debemos resolver rápido este asunto... La Standard Oil and Company está perdiendo millones de dólares, en este mismo momento, mientras nosotros conversamos. Y, además, a las 16:30 debo reunirme con el embajador de El Paraguay. Me encantaría llevarle una respuesta.) -espetó Braden.
De tal manera, los árbitros de la Guerra del Chaco, que ya duraba tres años, comenzaron a tratar las condiciones en la que se daría fin al conflicto. Donde hasta el momento ya habían muerto unos cien mil soldados bolivianos y unos cincuenta mil paraguayos. Además de varias decenas de miles de aborígenes y otros civiles, principalmente bolivianos o argentinos, considerados “daños colaterales”, durante aquel sanguinario enfrentamiento. En el cual, asimismo, los militares -principalmente los bolivianos- habían cometido violaciones de mujeres indígenas, asesinato de niños y ancianos, sometimiento a la esclavitud para introducirlos obligadamente en sus batallas, sin que ningún organismo internacional de Derechos Humanos se dignara siquiera intentar establecer algún límite a tan desmesurada vesanía. Pese a que lo prescribían taxativamente las normativas vigentes, aprobadas por casi todos los países civilizados del planeta, luego de la Primera Guerra Mundial, en la Asamblea de la Sociedad de la Naciones.
***
La comunidad pilagá de El Boquerón padecía todas las semanas algún atropello de las tropas bolivianas. Repentinamente entraban los soldados, incluso al mando de sus jefes, para saquear los de por sí escasos bienes de las cuarenta familias aborígenes, que allí sobrevivían desde unos cuatrocientos años atrás.
Una noche el curaca Juan Sosa, fue a la improvisada parroquia para consultarle al padre Schröder cómo podrían detener esta constante violación de todos sus derechos humanos, por parte de aquellas hordas armadas.
-¡Toda la semana trabajamos en nuestras huertas, en nuestras fábricas de muebles, en nuestros telares, para que la comunidad pilagá no carezca de comida, ni de muebles, ni de ropas! Y vienen estas tapicha vai y nos quitan todo... dejándonos doloridos y hasta desnudos, porque hasta lo que tenemos puesto a veces nos roban...
Entonces el padre Schröder le dijo: vamos a hablar con los Ulalos… a lo mejor ellos pueden sacarlos de aquí... llevarlos a otro lado...
Así fue que el padre Schröder escribió una breve nota y dándosela a Juan Sosa le dijo:
-Tomá. Con esta carta presentate en el Poder Judicial de Santiago del Estero. Preguntá por el Secretario Umbídez, en el Superior Tribunal de Justicia. Decile que yo te he mandado.
Juntando dinero para el pasaje entre todos, los pilagá se lo dieron a Juan Sosa para el viaje. Dos días después el curaca, de 45 años, estaba frente al secretario Umbídez. Había viajado con su mejor ropa. Aún así, se sentiría abrumado al entrar al Palacio de Tribunales de Santiago del Estero. Donde iba a cruzarse con bellísimas jóvenes, elegantísimas, caballeros trajeados, calzando zapatos nuevísimos, impecables, entre oficinas limpísimas con pisos relucientes.
Luego de unos veinte minutos, en que Umbídez se hubo comunicado por teléfono con un amigo (Ulalo, le había anticipado, antes de llamarlo) compartió su respuesta con Juan:
-Los Ulalos ayudarán a su comunidad... me dijeron que podrían trasladarlos hasta Campo Durán, Salta... para quitarlos de la zona de combate… Allí tenemos amigos, en el municipio y algunos empresarios. Que podrían dar trabajo a los más jóvenes. ¿Le parece posible? ¿Cree que sus hermanos estarán de acuerdo?
-Sí, creo que es posible... -contestó, con un hilo de voz, Juan...-estoy seguro de que ninguno de mis hermanos estará en desacuerdo... estamos sufriendo mucho allá...
-Muy bien-, celebró Umbídez. Si puede quedarse hoy en Santiago, mañana volveremos juntos a Boquerón, en mi auto. Y también irán hacia allá tres colectivos, para trasladar a su gente, dejándolos sanos y salvos en Campo Durán.
-Puedo quedarme... ¿sabe de alguna pensión barata, para dormir esta noche?
-No se preocupe. Puede alojarse en mi casa. Tengo una habitación vacía.
-¡Gracias!...-exclamó el pilagá.
-Estamos para eso...-contestó Umbidez-. ¡Ah! ¡Estaba faltando algo! Debo entregarle este cheque, a su nombre. Es un aporte de Los Ulalos, para que, cuando lleguen, tengan para comprar provisiones por un buen tiempo, y también postes y otros materiales de construcción... Podrá cambiarlo en cualquier sucursal del Banco de Provincia de Santiago del Estero.
Juan quedó mudo por la sorpresa... “no debo aceptar nada más”... balbuceó al fin... “ustedes están haciendo demasiado por nosotros... deje nomás... nosotros nos arreglaremos..."
-¡Tome, hombre!... -insistió Umbídez.-¡Ya está firmado!...
Finalmente el curaca Juan Sosa tomó el grueso papel verde claro, rectangular, afiligranado, que le alargaba en su diestra el Secretario del Superior Tribunal.
Pasaron un día agradable, en la pequeña casita donde vivía el dactilógrafo judicial. Sobre la calle Balcarce, justo frente a la capilla de La Inmaculada. Allí, Juan pudo bañarse aquella tarde: en una agradable toilette -el funcionamiento de cuyas instalaciones tuvo Umbídez que explicarle, minuciosamente. Pues jamás él -como ninguno de su comunidad- habían conocido tales beneficios urbanos de la sociedad moderna, bien entrada, ya, la década de 1930.
A las seis de la mañana, luego de desayunar, partieron nuevamente con Umbídez hacia Boquerón. No era muy lejos. Hacia la una de la tarde estaban entrando, nuevamente, en el caserío sencillo de la Comunidad Pilagá, donde habían quedado, por aquellos tiempos, sólo unas cuarenta familias.
Umbídez fue agasajado con lo mejor que tenía la humilde población indígena, para su almuerzo. Luego del cual se pusieron todos a empacar y cargar, en carros, tirados por burros o mulas, sus pertenencias.
-Tenemos que ir caminando hasta Tozán -había dicho Umbídez durante el almuerzo.
-Nos verán los milicos y nos detendrán... -le contestaron.
-No nos verán. Tal vez nos escuchen. Por eso debemos marchar en completo silencio -aseguró el santiagueño.
-¿Y cómo va a poder ser eso? -interrogó, otra vez, una viejecita.
-Los Ulalos nos envolverán en una nube energética, que nos ocultará. Hasta que abordemos los tres colectivos, en Tozán. Sus choferes... son también Ulalos.
Nadie entendió cómo los Ulalos -a quienes nunca habían visto, según creían: pues en realidad Umbídez era un Ulalo, bajo una holografía-, no sabían, los pilagá, de qué manera iban a poder hacer esto. Pero tuvieron fe. Estaban decididos a no soportar más la tortura, cotidiana, de vivir en un entorno tan hostil, como el que se precipitara repentinamente sobre ellos desde que comenzara la guerra.
Aquella tarde, como a las 18:00, partieron. Umbídez llevaba al lado y detrás, en su auto, a cuatro ancianos -un varón y tres mujeres. Los únicos que no podrían caminar, los quince kilómetros que separaban a Boquerón de Tozán.
A poco de salir a la polvorosa ruta, se toparon con el primer control militar.
-Sigan tranquilos -aseguró Umbidez-, no nos verán.
Efectivamente. A un costado del camino, entre algunos árboles, el Ejército Boliviano había construido una casamata. Donde merodeaban, con sus armas al hombro, unos cinco soldados. Mientras que un poco más lejos, entre tanques de guerra y otros vehículos, se percibía un bullir de gente que iba y venía, atareados con sus preparativos para una posible ofensiva.
-¿Voj escuchái como un ruido de motor de auto?- le dijo uno de los milicos a su compañero-¿o ‘toy loco io?
-‘Tai loco vó-contestó el otro. Mientras el cómodo Renault Celtaquatre, de fabricación mexicana, manejado por Umbídez, pasaba tranquilamente por la ruta, a su lado.
Así con toda la población. No los vieron. Quizás algunos, escucharon ruidos. Nadie intentó detenerlos, sin embargo.
De hecho, en Tozán, esperaban tres modernos colectivos. Con capacidad para unas cincuenta personas, cada uno. Dotados, además, de baúles muy grandes en sus costados. Donde los aborígenes pilagá pudieron acomodar sus bastante humildes pertenencias, antes de partir.
-¿Vos sos Ulalo? -preguntó una niña de catorce años, al joven chofer que esperaba la subida de todos sus pasajeros, para poder partir.
-Sí-, contestó el muchacho, sonriendo. -¿Cómo lo sabes?
-Úmbidez nos ha dicho -contestó la jovencita, lanzando una carcajada.
Después de tanto sufrimiento, una alentadora corriente de esperanza parecía haberse introducido entre aquella pequeña comunidad. Embargándolos. Casi todos reían, hacían chistes, conversaban con voceos muy altos, habitualmente muy poco esperables durante la vida “normal” de tales seres, a quienes sus conquistadores, y opresores durante siglos, prácticamente habían quitado, casi por completo, el habla, el razonamiento y la sonrisa.
Llegaron a Campo Durán como a las ocho y media de la noche. Allí los esperaban otros dos Ulalos -con apariencia humana-. Sonrientes, los recibieron frente a una tranquera.
-Este es un campo privado- les dijo quien se presentó como Fernando Nájera. Su dueño les ha cedido, a ustedes, cincuenta hectáreas. Que les ha escriturado, a nombre de la Comunidad Pilagá, en comodato, por 100 años. Aquí tengo la escritura, sellada por un escribano prestigioso de la ciudad de Salta.
Juan Sosa, el curaca, tomó entre sus dedos el contrato, de unas cinco páginas, a cuyos costados y al final figuraba la firma de un tal “Alejandro Arquati”.
Los pilagá pasaron luego, varias horas -como hasta las tres de la madrugada-, acomodando sus bártulos y escogiendo sitios, para organizar las próximas viviendas familiares. Consciente o inconscientemente, esta minúscula Villa Nueva, fue conformando una especie de orden, circular. Aquella noche, durmieron bajo las estrellas.
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