Capítulo 37
Capítulo 12
Eran cerca de las 7 de la mañana cuando el maquinista comenzó a frenar, lentamente, pues había visto algo que parecía un gran árbol caído, a la distancia. Su ayudante, que dormía sobre un delgado camastro, al lado, se despertó.
-¿Pasa algo?- dijo.
-Parece que hay un árbol sobre las vías... -contestó el maquinista -es raro...
-Sí, raro...-se alarmó el ayudante -únicamente puede estar allí si alguien lo ha puesto...
E inmediatamente se levantó, y fue a despertar al vigilante. Y casi cuando frenaba por completo el tren, a unos cincuenta metros del árbol, vieron que, además, habían colocado grandes troncos, obstruyendo el camino. Se podría haber pasado por encima de ellos, pensó el maquinista, a toda velocidad... pero corriendo un alto riesgo de descarrilamiento. El tren arrastraba cinco enganches, tres cargados completamente con tanques de 2.000 litros, repletos de agua. Dos con diversos cajones conteniendo maquinarias, repuestos metálicos y herramientas para numerosos mecanismos que debían ir siendo descargados en diferentes estaciones. Hasta llegar a Tucumán, último destino.
Los tres hombres bajaron para acercarse caminando al árbol, el gendarme llevaba remontado, por prevención, un winchester. Cuando comenzaron a surgir de ambos costados decenas de paisanos, de diferentes edades, algunos armados con escopetas viejas, otros con palos, arcos y flechas, o lanzas. Simultáneamente, emergían del monte carritos, zorras, dos o tres camionetas, vetustas, modelos de diez o hasta veinte años atrás. Tras ellos, se destacaba un hombre, blanco, buen mozo, con sombrero de color ocre, aludo. Llevaba un revólver en la mano. La multitud de paisanos -muchos tenían aspecto de indios, pensó el gendarme-, se abrió un poco para dejar pasar al jinete, quien portaba un revolver en su mano izquierda. Por reflejo, el gendarme levantó su fusil, abanicándolo rápidamente hacia la multitud.
-No te hagas matar, muchacho -oyó entonces que le decía, el hombre blanco. Mientras apuntaba directamente hacia su cabeza, con el largo cañón de su revolver.
-¡Matecosido!-pensó el gendarme- ¡Es matecosido!
-Hagamos las cosas en paz... -siguió hablando Matecosido, sin bajar su revolver- solo queremos el agua... un poco de agua... solo que nos permitan llevar nuestros tanques y los recipientes que han traído todos estos paisanos.
El gendarme bajó su winchester…
-Tiralo -le ordenó Matecosido-. Lo levantarás después que nos vayamos.
El gendarme lo hizo.
-¡Los tambores están cerrados con tuercas y pernos!... ¡No tenemos cómo abrirlos!...-gritó el fogonero.
-No nos mientas, hermano... ustedes también son pueblo, como nosotros... no nos niegues un poco de agua... apenas utilizaremos una mínima parte de todo lo que llevan ahí...
Entonces el maquinista accedió. Pidió permiso para subir a la cabina, de donde regresó con tres grandes llaves francesas. Su ayudante tomó una, y extendiendo la que sobraba, preguntó:
-¿Alguien sabe usar esto?
Del grupo saltó un joven, mestizo. Y entre los tres, quitaron rápidamente los bulones que aseguraban la gran tapa de un tambor. La multitud se acercó entonces rápidamente al acoplado, en desorden.
-¡Formen fila! ¡Formen Fila!, gritó entonces otro joven que había permanecido silencioso hasta entonces, tras Matecosido, también con una pistola en la mano.
Entonces, poco a poco, los hombres, de todas las edades, se encolumnaron formando tres filas, para ir subiendo, de dos, tres o cuatro por vez, a cargar todos los recipientes que podían con el agua pura, originaria de Mar Chiquita, potabilizada en Santa Fe, y trasladada luego hasta Santiago del Estero para consumo humano en grandes explotaciones forestales, así como pueblos del interior.
Estuvieron allí hasta cerca de las once de la mañana, logrando vaciar casi completamente un tambor de 2.000 litros. Después de quitar el gran quebracho colorado y los troncos, con que hubieran cortado las vías, aquellos modestos pobladores de la zona se fueron. Algunos, incluso, habiéndose despedido de los ferroviarios con un apretón de manos, o hasta un abrazo.
***
-Ya estoy podrido de los diarios porteños-, se quejó el gobernador Pío Montenegro, ante un grupo de funcionarios y asesores, más que nada amigos, que lo rodeaban durante una reunión convocada por él, en su despacho de la Casa de Gobierno. -Sensacionalistas. “Santiago del Estero, la provincia donde nunca llueve”, dice este titular, de La Prensa. Y le dedica abajo un artículo de media página. Donde nos presenta como si fuésemos el desierto del Sahara.
“Pero miren estos otros, de Ahora, una revista amarilla, donde escribe este resentido social de Añatuya, Homero Manzi:
“El infierno santiagueño, anuncia en su portada. Y adentro un «informe especial», con grandes fotos que parecen sacadas en el sertão agreste del Norte de Brasil...
“Este tipo, Manzi, parece que se hubiera ido a Buenos Aires para desacreditar a su tierra, en vez de defenderla, de mostrar sus mejores valores...”, siguió quejándose el nuevo gobernador. “Ahora está organizando una «campaña de ayuda humanitaria a los desposeídos», junto a sus amigos, los socialistas Roberto Arlt y Ernesto Giúdici, famosos periodistas de los diarios El Mundo y Crítica... dice que van a venir los tres a cubrir la situación desde Santiago... Aquí los vamos a recibir bien, pero tenemos que hacer algo para que no nos sigan desacreditando ante la opinión pública...”
-¿Y qué crees vos que podemos hacer? -preguntó Enrique Eberlé, su cuñado.
-No sé, no sé...-contestó Montenegro- Deberíamos contratar algún periodista, para que nos defienda... En Santiago no sé quién podría ser... Enrique Almonacid, quizá... aprovechando que él tiene muy buena relación con los diarios de Buenos Aires, especialmente La Nación, junto con la Prensa, los más importantes entre las clases altas.
-Pero también tenemos que hacer algo concreto, medidas que le cambien, o por lo menos mejoren la situación de la gente -intervino Tristán Argañaraz: -Por lo menos, tres cosas: una, presionar a los salteños, que nos dejen de quitar el agua que nos corresponde de los dos ríos; dos, generar programas sociales, que le lleven agua potable a la gente de los parajes más afectados por la sequía, y tres, dar la cara: ir a hablar con ellos, que te vean, que vean que nos estamos ocupando del asunto.
-Escuchen esto -pidió el gobernador Montenegro-... Roberto Arlt, diario El Mundo, de Buenos Aires:
«En Ochogo Guachana el viajero cruza un bosque que parece compuesto por árboles de aluminio. Es un paisaje feroz. De trinchera. Escasos ranchos, abandonados, con las paredes desmoronadas, entre los troncos del bosque de aluminio. Parecen nidos de ametralladoras desmantelados por un bombardeo implacable. Los árboles blancos, calcinados por el sol, petrificados por el sol, retorcidos desesperadamente surgen de la tierra blanquecina de salitre.
Viento de fuego reverbera a ras del suelo. Ni un pájaro vuela por aquí. El viajero tiene que hacer un esfuerzo para no arrojarse al fondo del coche para sustraerse de esta temperatura tan constante, que termina hasta por recalentar la ropa metida en las maletas...»
-¡Increíble! -se asombró Agustín Olmedo.
-Ya he preparado la respuesta..-aclaró Pío Montenegro-: mejor dicho, Enrique me lo ha escrito... ya la hemos enviado a los diarios de Buenos Aires, me han dicho que esta semana van a salir. Les leo un pedacito, lo más importante:
“Como es de publico conocimiento, he rechazado los donativos remitidos a esta provincia por los periódicos Ahora y El Mundo, obtenidos a través de una colecta, en la que muchos ciudadanos de buena voluntad participaron, a impulso de incentivos periodísticos basados en información generalmente falsa. Debido a ello, nos dirigimos a la honorable dirección de ese prestigioso medio (aquí va el nombre del director de cada diario), para ofrecer al público una impresión real sobre la situación de Santiago del Estero.
“Ello debido a que, la persistente campaña que se viene realizando desde las columnas de algunos medios periodísticos de esa capital en favor de las colectas que se están levantando para la adquisición de víveres, resulta humillante para este pueblo, y las protestas llegan a nosotros desde los mismos rincones donde la naturaleza hizo sentir con más rigor su castigo. Vése a las claras, a través de dichas informaciones, el juego de los políticos del viejo conservadurismo y del oficialismo, los que aprovechando tales circunstancias, pretenden resurgir por medio de limosnas denigrantes, apareciendo como salvadores del pueblo.
“Desmiento, pues, ese puro sensacionalismo, que tiñe a dos de las descripciones más escabrosas del relato que se está emitiendo a través de ciertas publicaciones:
“ 1) No es exacto que se hayan profanado tumbas para vender los huesos en un comercio de las proximidades del Río Salado.
“ 2) Ni tampoco que se haya aprovechado la carne putrefacta de los animales muertos por la sed y el hambre, para lucrar con la necesidad de los más humildes. Se ha extremado, pues, la imaginación sensacionalista de las notas, exhibiendo a nuestra provincia en una situación de verdadero salvajismo.”
-Muy bien Pío... -aprobó Dardo Espeche, ministro de Gobierno-: ¿cuándo va a salir.
-En el transcurso de esta semana, me han prometido...-afirmó el gobernador, un tanto inseguro.
-¡Ya ha salido en Crítica!- exclamó entonces Eduardo Miguel, joven diputado provincial: -Aquí tengo el ejemplar nuevito, me lo han enviado en el acto, por el Estrella del Norte.
Hubo aplausos. Todos se arracimaron alrededor de Pío Montenegro, quien leyó en voz alta la publicación porteña.
Cuando terminó la celebración, Segundo Revainera, que se había mantenido en silencio hasta entonces dijo:
-Está muy bien. Aunque, yo coincido con Tristán. En que debemos hacer cosas concretas, y si es posible algo que sea muy espectacular, que nos permita dar un vuelco de ciento ochenta grados a esta campaña sucia. Yo tengo una sugerencia importante para hacerles.
-¿A ver?- se interesó el gobernador.
-Hagamos llover.
Se suscitó un silencio absoluto en el salón. Todos quedaron mirándolo al hacendado de Garza, que había propuesto la singular y supuesta “solución”.
-¿Estás jodiendo?-le preguntó Juan Mayuli, que tenía una estrecha amistad con él.
-No. Lo digo en serio. Yo conozco una persona, un ingeniero, graduado en Italia, que ha inventado una máquina para hacer llover...
-¿En serio?...-preguntó cautelosamente el gobernador. -¿Quién es?
-El ingeniero Juan Baigorrí Velar- contestó Segundo Revainera-. Entrerriano. Lo conocí hace poco. Trabaja para mi amigo Simón Patiño, dueño de las más importantes minas de estaño, posiblemente de todo el mundo. Están en Bolivia, en Oruro, La Salvadora, en el cerro Llallagua, Catavi-Siglo XX y Huanuni, las otras más importantes. Baigorri ha inventado otros aparatos, para detectar minerales, que se ocupan en las minas de Patiño, bajo su dirección. Pero también ha inventado otra máquina, que hace llover... ha hecho llover varias veces ya, en Bolivia... Incluso ha salido en los diarios, de allá... Tiene reconocimiento público y es muy serio.
Los funcionarios santiagueños se miraron entre sí, con algún escepticismo.
-Bueno...-dijo por fin el gobernador Montenegro. -Intentémoslo... ¿vos tienes cómo comunicarte con él?
-Sí -contestó Segundo Revainera-. Tengo su teléfono en La Salvadora. Lo llamaré ahí. En caso de que acepte, lo mandaré a mi hermano, Manuel, que lo busque y lo traiga en auto.
-Tenemos qué saber primero, cuánto va a cobrar... -reflexionó Pío Montenegro.
-Por cierto. Se lo preguntaré -respondió Segundo Revainera.
Quince días más tarde llegaba el ingeniero en Geofísica Juan Baigorrí Velar, junto al joven Manuel Revainera Sosa, quien lo había buscado en Santa Cruz de la Sierra, para traerlo en su automóvil, hasta Santiago del Estero. Habían salido muy temprano por la mañana, almorzando luego en Salta, para continuar enseguida una travesía que culminó en la capital de Santiago ese mismo día casi al anochecer.
Baigorri era hijo de un coronel del Ejército Argentino, camarada de Julio Argentino Roca, que, luego de cursar su Secundario en el Colegio Nacional de Buenos Aires, viajó a la ciudad de Milán, para alcanzar en su universidad el título de ingeniero. Manuel lo ayudó a descargar su equipaje -que no era mucho-, en el Plaza Hotel, y luego de pasar por la casa de Pío Montenegro, para avisarle de su llegada, fue finalmente, para asearse y descansar esa noche, a la casa que los Revainera poseían, por entonces, sobre la calle Catamarca, aledaña a la Capilla de La Montonera.
Temprano lo buscó al entrerriano; desayunaron juntos, en el hotel, y fueron enseguida a encontrarse con el gobernador.
-Debemos ser cautos, ingeniero. Hay muchos intereses nefastos que están esperando un tropiezo nuestro para darnos más garrotazos, desde los medios porteños -dijo el mandatario santiagueño. -Le propongo que hagamos el primer intento discretamente, sin comunicárselo a la prensa.
Al geofísico le pareció bien. No era hombre de muchas palabras. Pronto seleccionaron un lugar del mapa santiagueño, y dispusieron salir hacia allí esa misma tarde. Era Burra Huañuna, un pueblecito de unos trescientos habitantes, en el departamento Loreto. Era cerca, así que decidieron partir luego del almuerzo, para efectuar la primera prueba enseguida. El comisario de Loreto, avisado por medio de un telegrama, había enviado un agente para advertir al jefe político sobre la visita. Así que cuando estuvieron allí, como a las 15:30, ya les habían preparado una habitación para dos en la casa de don Mateo Segovia, pequeño hacendado, con todas las comodidades que podían obtenerse en aquella modesta comunidad.
Inmediatamente, el ingeniero Baigorri Velar extrajo su máquina de la funda impermeable con que solía protegerla. Colocándola sobre una mesa, en el patio, se concentró en la operación. Bajo la silenciosa mirada de una verdadera multitud de pobladores, a quienes había pedido cordialmente mantener una cierta distancia.
Conectada por medio de un grueso cable a la batería del automóvil en que vinieran, sus tubos internos, visibles detrás de unas rejas de madera, comenzaron a relampaguear; se escuchaban algunos chasquidos, respondiendo a cada orden emitida por el operador, quien la manipulaba a través de potenciómetros y una botonera, desde la superficie.
Nada parecía suceder, fuera de estos chisporroteos eléctricos en el aparato. Con estas operaciones, tanto el geofísico, como sus espectadores, estuvieron hasta muy cerca de las seis de la tarde. Hasta que el hombre, por entonces de unos 45 años, decidió terminar su actividad de aquel día.
-Listo- exclamó-. Todo bien. Mañana va a llover.
Nadie se atrevió a preguntar algo. Se quedaron mirándolo, en silencio. Hasta que Manuel Revainera, acercándosele, quiso saber.
-¿Qué haremos ahora?
-Esperaremos la lluvia -contestó el entrerriano. -Quedémonos a conversar con los vecinos, luego a dormir y mañana tendremos los resultados.
Manuel se emocionó al comprobar, una vez más, la generosidad de aquella gente sencilla. Cuya cultura y sus sentimientos él compartía, pese a pertenecer a un sector privilegiado. En cuestión de minutos, organizaron una especie de festival, juntando varias mesas, en un descampado polvoriento, que oficiaba de improvisada plaza pública. Cada una de esas personas fue a su casita, o su ranchito, y regresó de allá con ollas, platos tapados con telas, tablas, donde traían para compartir los pocos alimentos o exquisiteces que tenían: moroncitos, tortillas al rescoldo, yerba mate, sopas muy espesas, pucheros, charqui, en fin, comidas que quizá era la única existente en sus extremadamente modestos patrimonios. Y las ponían a disposición de los visitantes y el resto de los vecinos. Por cierto, no faltaba la aloja, el vino, algún aguardiente y jarabes de mistol o chañar, con miel de caña. Uno apareció con guitarra, otro con un bombo, y comenzó una ronda de interpretaciones folclóricas, algunas de las cuales -pensó el ingeniero- perfectamente podrían ser grabadas en disco, con muchísimas posibilidades de convertirse en éxitos de ventas si se las difundiera por las radios.
Allí estuvieron, comiendo, bebiendo, conversando, cantando; algunos jovencitos, también, bailaron zambas y chacareras. Hasta que anocheció. Y todos se fueron a sus casas, para dormir temprano y esperar la lluvia.
Que al día siguiente, llegó. Cerca de las seis de la mañana. Algunos, que se habían levantado a las cinco, vieron acercarse poco a poco a los nubarrones. Luego relámpagos, y, por fin, el aguacero, que por más de siete meses, no los había agraciado. Estalló una algarabía. De cada ranchito salían mujeres, ancianos y niños con cualquier recipiente que poseyeran, para atesorar el agua. Don Mateo Segovia, quien los alojaba, poseía varios tambores metálicos de cien litros. Donde solía almacenar la miel, en tiempos de cosecha. Puso a disposición de sus vecinos casi todos, pues ahora estaban vacíos.
Un día después el gobernador Pío Montenegro decidió dar a conocer públicamente el acontecimiento. Acompañado por el geofísico, dieron una conferencia de prensa. Para los medios locales, corresponsalías y LV11, la nueva -y primera- radio santiagueña de la familia Castiglione, por entonces en periodo de pruebas.
Durante varios meses, pues, Baigorri Velar estaría viniendo a Santiago y volviendo a Bolivia, cada tanto. Para hacer llover, en Salavina, Añatuya, Matará, Copo, etcétera. Hasta que comenzó a fracasar. Primero en Los Porongos, luego en Vilelas, posteriormente en Ahuampa. Adonde decidió volver, más tarde, pero en completa clandestinidad. No le avisó a nadie que vendría, se largó solo, en su propio automóvil. Y llegó de madrugada. El comisionado municipal le consiguió un alojamiento, y comenzó a trabajar desde bien temprano. Aquel día, 16 de enero de 1937, consiguió que lloviera copiosamente sobre toda la zona, incluso hasta el día siguiente.
Ese mismo lunes se presentó en la casa de gobierno, y consiguió que el gobernador lo atendiera. Pese a que no tenía audiencia.
-Hay un problema, que yo no sé cómo vamos a solucionar. Pero que habrá que buscarle la vuelta -dijo apenas estuvo frente a Pio Montenegro.
-¿Cuál es? -inquirió intrigado, el gobernador.
-Nos están boicoteando -exclamó. No quieren que llueva. Lo comprobé ahora. Se ve que me espían, tienen infiltrados en sectores claves: cuando se enteran de que voy a venir, provocan un fenómeno meteorológico contrario, evaporan el agua en las nubes, antes de que caigan... y le impiden a mi máquina condensarla en las nubes, pues tal contenido ya se ha diseminado en la estratosfera... ¡No quieren que llueva en Santiago! Ahora lo comprobé, como le dije. Vine en secreto. No le avisé a nadie... e hice llover, sin problemas... Quiere decir, que cuando saben que vengo, mandan a sus esbirros a bombardear las nubes, para que yo no pueda...
-¿Y cómo se consigue hacer eso? ¡Explíqueme un poco, por favor, no se olvide que no soy científico!
-Sencillo... le explicaré. ¿Cómo se produce la lluvia? Así:
“Primero: el agua de la tierra, los ríos, etcétera, se evapora, va convirtiéndose en vapor. Luego, ocurre su ascenso y enfriamiento. Enseguida, el vapor del agua caliente se enfría, a medida que se eleva, debido a que el aire a mayor altura es más frío. Pronto, se produce la condensación. A medida que el aire se enfría, el vapor de agua se condensa y forma pequeñas gotas de agua o cristales de hielo. Estas gotas o cristales se juntan y crecen, formando las nubes. Entonces es que puede ocurrir la precipitación. Cuando las gotas o cristales se vuelven lo suficientemente grandes y pesados, caen de las nubes en forma de lluvia, nieve, granizo... Mi máquina, estimula este proceso. Quienes se oponen a ello, lo obstaculizan, como ya le dije, evaporando el hielo de las nubes y provocando que se eleve aún más, como vapor liviano, en vez de caer en forma de gotas acuáticas.
-¿Y con qué hacen eso?- se asombró Montenegro.
-Con cañones antigranizo... Desde aviones... -exclamó el ingeniero Baigorrí Velar.
-¿Y quienes no quieren que llueva sobre Santiago?
-Los Ellos-, contestó el fabricante de lluvia.
-¿Los Ellos? -repitió el gobernador Montenegro... -¿Quiénes son?
-Una empresa privada... insignificante, numéricamente hablando, en proporción al resto de la Humanidad: pero con un inmenso poder. Tanto, que dominan, hoy -y quieren seguir dominando por siempre- el devenir económico, político, militar y comercial... de todo el planeta. Ellos son los que deciden dónde debe llover, y donde no... Qué debe producir cada país de la Tierra y qué no podrá hacer jamás. Y, también, quienes podrán sobrevivir... y quienes no, en cada circunstancia histórica mundial.
***
Gretchen sentía mucho miedo. Tenía cinco años. Iba, asegurada por un grueso cinto de cuero, en uno de los dos asientos de un avión Messerschmitt Bf 109, de la Deutsche Luftwaffe. Sobrevolaban los Montes Cárpatos. Al lado, su padre manejaba el aparato. Repentinamente, dirigió hacia abajo el hocico de aquel vehículo volador artillado. Abandonando el espacio blanco de las nubes, comenzaron a descender con una velocidad alucinante. Pronto la niña distinguió, abajo, lo que a un principio parecían hormiguitas, mas enseguida reconocíó como seres humanos, flacos, pobres, parias, que trabajosamente avanzaban sobre un árido caminito llevando unos bultos grandes envueltos con trapos, sobre pequeños carros, tirados por mulas. Su padre le dijo que se mantuviera tranquila. Que iba a entrar en picada y disparar.
-¡No, papá, no!...-se escuchó gritar, a sí misma, como si la vocecita perteneciera a otra niña.
El hombre, impasible, no le hizo ningún caso. Manteniendo con la mano izquierda el volante del avión, con la derecha sobre la empuñadura de las ametralladoras apuntó, y apretó el disparador.
Se oyó el horrible tableteo, amortiguado. Gretchen vio caer, como insectos bajo fumigación, a los que, sin embargo, ella sabía humanos. Otra vez gritó.
Y despertó. Gretchen despertó llorando. En una ancha cama de la casita en Pinto, que habían alquilado, con su marido, Orfelio Ulises. Para pasar algunos días tranquilos, lejos de las ciudades. Después de haberse casado, hace poco tiempo, primero en El Tibet, para recibir su confirmación en La Falda.
Se tocó la cara. La tenía mojada. Estiró la mano derecha hacia un costado, buscando a su marido. No estaba. Miró el gran reloj despertador: eran exactamente las 3:00.
En camisón, subió las escaleritas hacia la terraza. Y allí lo encontró.
Orfelio Ulises estaba sentado, mirando hacia el Sur. Tímidamente, se le acercó. Él sostenía en sus manos el Toqui. Apoyado sobre una banqueta de madera. Con la punta hacia arriba. Ella rodeó al indígena tratando de no hacer ningún ruido, hasta ponérsele al frente. Tenía los ojos blancos. Levantados hacia el cielo. Estaba absolutamente inmóvil. Concentrado.
-Gretchen- exclamó él, de pronto. Ella no supo qué decir. Prefirió seguir callada.
-Están bombardeando las nubes -susurró Orfelio Ulises.
-¿Donde? -quiso saber Gretchen.
-En Pampa de los Guanacos.
-¿Quiénes? -preguntó ella.
-Los de Northumbria.
-¡Oh!-dijo Gretchen. ¿Se vinieron desde allí?
-No. -Contestó su marido-. Desde Las Malvinas. Donde tienen una base.
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