Capítulo 46
Capítulo 21
Eberhard Winthrop, de 23 años, era teniente de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos de Norteamérica. Especialista en el Cono Sur, la Cordillera de los Andes y el Océano Pacífico, admiraba al general San Martín. Por ello había solicitado, desde 1936, participar de alguna misión diplomática en Chile. Con el propósito de efectuar viajes a través de la cordillera y conocer los pueblos que había defendido exitosamente el gran libertador de Sudamérica.
A principios de 1937, al fin, se habían cumplido sus anhelos. Luego del incidente provocado por el anterior agente de Inteligencia militar en la región, el capitán Rooney Gallagher, quien, como se recordará, había matado a un joven oficial alemán en Santiago del Estero, y luego apareciera muerto él mismo, al parecer por un exceso de drogas y alcohol, el presidente Roosevelt en persona había reprendido a los jefes de la Inteligencia Exterior de los Estados Unidos. Ordenando que se tuviera mayor exigencia en la selección de los enviados a esta región del mundo. Que por entonces, ante el ascenso del Fascismo y el Nazismo europeos, y las nuevas amenazas estratégicas surgidas del avance arrollador que estaban efectuando estos potenciales enemigos, ahora aliados con Japón, otro poderoso país industrial en expansión explosiva, amenazando el área del Pacífico y el Atlántico Sur, hacían necesarias estrategias de inteligencia con mayor refinamiento educacional y protagonistas eficientes, para obtener información confiable, además de evitar situaciones que los expusieran ridículamente de un modo público, como había sucedido recientemente con Gallagher.
Entre los logros del capitán Gallagher, el Estado Mayor había resaltado su eficaz actuación como correo y nexo entre las máximas autoridades con los equipos que actuaban, abierta o encubiertamente, durante la Guerra del Chaco (1932-1935) hasta su resolución diplomática, gracias a la participación pacificadora del gobierno Argentino. Aunque aceptaban que este hombre, veterano de la primera guerra mundial, quizá no era tan adecuado para cargarle nuevamente con tareas relacionadas a otros frentes de batalla. Con tales criterios, pues, es que se decidió enviar agentes de inteligencia más jóvenes, con mayores conocimientos de la región donde actuarían y estudios universitarios, al menos, cuando se tratara de la coordinación táctica.
Eb Winthrop, pues, descendiente de una familia prestigiosa, joven sin experiencias traumáticas y muy refinado en sus maneras, con gran conocimiento de la región, cultura y perfecto manejo del idioma español, sería entonces quien coordinaría esta área estratégica desde Santiago de Chile, luego de la muerte de Gallagher.
Oficialmente profesor de Historia Universal en la Universidad de Concepción, Chile, Eb sería convocado para realizar su primera tarea delicada en materia de inteligencia, hacia la primavera de 1937. Junto al sargento Noah Peckinpah , de su misma edad, viajarían a Tucumán, Argentina, para retirar un portfolio diplomático de singular importancia. Pues en su interior contenía un completo informe acerca de las actividades de una misteriosa delegación alemana del Tercer Reich, instalada desde 1935 en Santiago del Estero.
Ambos jóvenes viajaron en avión desde Santiago de Chile hasta Tucumán. Donde les sería entregada la valiosa encomienda, además de equipamiento e información geográfica precisa, pues Winthrop quería aprovechar el viaje, para hacer un recorrido que anhelaba observar físicamente, luego de haber soñado desde su adolescencia con recorrer esos paisajes, contemplándolos durante horas a través de fotografías, algunas de ellas impresas a color, en libros turísticos o Atlas Mundiales ilustrados.
El regreso desde San Miguel de Tucumán a Santiago de Chile, cruzando la cordillera, fue proyectado, pues como una aventura de 3 a 4 días, dependiendo del clima, el estado de los caminos y el vehículo. En 1937, la mayor parte de las rutas eran de ripio, con tramos de montaña peligrosos y pasos fronterizos rudimentarios. El cruce de Los Andes iba a ser por Uspallata, Mendoza, atravesando el Paso de Los Libertadores, el mismo por donde el general José de San Martín había cruzado durante su gloriosa campaña.
Eb ansiaba ver el Cristo Redentor -realizado por el argentino Mateo Alonso y entronizado a 3.854 metros de altura, en 1904, con el auspicio de Ángela Oliveira Cézar de Costa y monseñor Marcolino del Carmelo Benavente.
Por ese lugar, habían cruzado San Martín y sus soldados en el verano de 1817.
El gran libertador de América del Sur había dividido su ejército en seis columnas. A lo largo de unos mil kilómetros de cordillera, entre La Rioja y el sur de Mendoza. Que ingresarían por seis diferentes pasos y llegarían a un punto en común, donde iban a organizar la ofensiva para tomar la ciudad de Santiago de Chile. Eran 4.000 soldados de combate, más 1.400 hombres destinados a otras tareas, como transporte, abastecimiento y sanidad. Para acarrear el material bélico se incluyeron 10.000 mulas y 1.600 caballos para peleas en el llano, así como 600 reses en pie para ser faenadas en el camino. Entre el armamento llevaban 900 mil tiros de fusil y carabinas, 2.000 balas de cañón a bala, 2.000 de metralla y 600 granadas.
El 5 de enero se habían realizado las ceremonias de partida de las tropas. Eligieron a la Virgen del Carmen de Cuyo como Patrona y se enarboló la bandera del Ejército de los Andes, con el diseño de una franja azul y otra blanca. El 9 de enero comenzó el avance y entre el 12 y el 19 se inició el cruce de las distintas columnas.
La columna principal, compuesta por Miguel Estanislao Soler en la vanguardia, Bernardo O’Higgins en el centro y José de San Martín en la retaguardia, cruzó por paso de Los Patos. La segunda columna, al mando del general Juan Gregorio de Las Heras lo hizo por el cruce de Uspallata. Las cuatro columnas secundarias se dividieron dos por el flanco norte y las otras dos por el flanco sur, con el objetivo de confundir y distraer al enemigo para enmascarar el movimiento principal.
Este ejército atravesó la cordillera para reunirse al fin, entre el 9 y 10 de febrero, en Curimón, valle del Aconcagua. La sincronización del plan resultó perfecta. El 12 de febrero de 1817, el Ejército de los Andes lanzó un ataque envolvente, desde todos los ángulos, sobre el ejército realista. La Batalla de Chacabuco fue una victoria.
El Ejército Libertador hizo una entrada triunfal en Santiago de Chile el 14 de febrero. Después de la Batalla de Chacabuco, las tropas realistas se retiraron a esperar los refuerzos de un ejército de auxilio enviado desde Perú. Una vez reorganizados, los realistas avanzaron hacia Santiago y el 19 de marzo de 1818 propinaron un revés a los patriotas sudamericanos en el Combate de Cancha Rayada, donde el ejército libertador sería vencido.
A los diecisiete días el general José de San Martín lanzó una nueva ofensiva sobre los españoles. Con la cual los sudamericanos obtendrían la victoria final, en la Batalla de Maipú. Donde el ejército realista fue derrotado en forma definitiva, quedando así asegurada la independencia de Chile, para siempre.
Tal historia encendía la imaginación de Eb Winthrop, que había recorrido, una y otra vez, por medio de mapas y narraciones diversas, los lugares que ahora ansiaba pisar con su propios pies. Y cuyas gigantescas montañas palparía con sus propias manos, muy pronto, -se ilusionaba, durante las ocho horas de viaje en avión desde Santiago de Chile a Tucumán.
A las 20:00 Eb Winthrop y Noah Peckinpah aterrizaron en el Parque 9 de Julio de la ciudad de San Miguel de Tucumán. Allí los esperaba un automóvil del consulado, con un chofer tucumano, quien los trasladó en quince minutos, aproximadamente -calculó Eb- al centro. Hasta el Hotel Savoy, en la calle Maipú y avenida Sarmiento, donde pernoctaron. Luego de desayunar, al día siguiente, fueron a reunirse con el jefe de Seguridad del consulado estadounidense, en su edificio de la Calle San Martín. A unos ocho o nueve cuadras del hotel, por lo que fueron caminando. Eb Winthrop estaba excitado. Había soñado, desde niño, conocer algo de Argentina. No es que no hubiera podido hacerlo, si se lo hubiera propuesto, antes: pertenecía a una familia de buena posición económica: sus estudios y obligaciones lo habían precipitado en una carrera cotidiana de la que no había podido escapar, hasta hoy, a sus veinticuatro años, edad en la cual sentía, también, la suficiente experiencia humana y percepción ejercitada, además de conocimientos abstractos, acumulados como para comprender suficientemente lo que experimentaba y veía a su alrededor. Desde que llegase a Chile, cinco meses atrás, no había dejado de disfrutar cada segundo en este mundo tan diferente al suyo, y precisamente por ello, para él, maravillosamente estimulante en todas sus manifestaciones visuales, sonoras, conceptuales, metafísicas. En cambio su compañero ocasional, a quien conocía superficialmente, no parecía entusiasmado en absoluto.
-Do you like Tucumán? -preguntó Eb al sargento Noah Peckinpah, mientras avanzaban cada vez entre mayor cantidad de peatones, apurados, pues más o menos a esa hora comenzaban las actividades comerciales y administrativas.
-What I see isn't much. -contestó Peckinpah - It reminds me of Damascus, in Syria, where I accompanied an officer on a diplomatic mission two years ago.
Eb comprendió que estaban percibiendo panoramas diferentes, desde sus respectivas disposiciones sensitivas. Por lo cual decidió no profundizar y sólo referirse a temas prácticos, en sus futuras conversaciones con el buen suboficial que lo acompañaba.
El coronel retirado William Ashley los esperaba ya en su despacho. Era un hombre como de 70 años, veterano de la Guerra de Filipinas. Quien habría sido elegido para este sitio, posiblemente, entre otras aptitudes sin duda, por su eficaz manejo del idioma español.
Rápidamente analizaron los detalles de la misión. El objeto a transportar era un sobre de cuerina, completamente sellado, con documentos confidenciales, que debían ser entregados en el Departamento de Guerra de los Estados Unidos. No se trataba de una operación urgente, pues era actualización de datos, basada en anteriores investigaciones de Gallagher. Por lo cual, se había autorizado a Eb a realizar su viaje turístico, a través de la Ruta de San Martín, como había solicitado. Para ello se le entregaría un automóvil especial, un Dodge Touring Sedan, modelo 1936, vehículo muy fuerte.
-Usado ya en travesías cordilleranas, como la hazaña mendocina de 1923- recordó Eb Winthrop-:
Y su imaginación se escurrió por aquella noticia de un hecho, ocurrido cuando él tenía trece años, que había maravillado su adolescencia, al conocer sobre ella a través de los diarios.
Catorce años atrás, ocho argentinos -oriundos de Mendoza- habían cruzado, en dos automóviles, la cordillera de los Andes. Alejandro Posca y José Zelaya, fueron los organizadores de aquella expedición. Junto a 6 compañeros más, lograron efectuar aquel viaje que, desde tiempos inmemoriales, sólo se había hecho en mulas. Y recién desde las últimas décadas del siglo XIX, usando trenes británicos.
Era, en rigor, la tercera vez que se hacía este viaje en automóvil. Aunque, las anteriores, habían sido vistas sólo como proezas efectuadas por aventureros. Mientras que ahora se iba a demostrar, concretamente, el inicio de una nueva era: la de las carreteras. Hasta mediados, casi fines de la década de 1920, no se había construido ninguna, en Argentina, que uniera su territorio con el de Chile.
En 1905 el uruguayo Pedro Rusiñol había intentado repetir la hazaña de Almagro (primer conquistador europeo que cruzó los Andes en 1536). Rosiñol utilizó un Oldsmobile “Tonneau”... con éxito... aunque tras un penoso viaje sobre las vías férreas...
En los Estados Unidos había estallado un debate en 1923 -recordó Winthrop- cuando la empresa Chrysler publicitó el cruce realizado por los mendocinos como “El primero de la Historia en automóvil”, en uno de los Dodge fabricados por ellos. A lo cual salió a replicar la General Motors que un Buick de los suyos, había efectuado tal hazaña ya, nueve años antes. Dando a conocer, por todos los medios de entonces, que el primer cruce de los Andes, fue, en realidad, realizado en un Buick modelo 1912... -recordó Eb Winthrop, según sus infatigables lecturas-: en 1914. Este evento fue protagonizado por el estadounidense Johnson Martin (gerente de una agencia Buick en Buenos Aires) y Otto Johanson (empleado de la misma agencia). El itinerario completo -financiado por la empresa General Motors de Argentina- incluyó Buenos Aires, Mendoza, Santiago de Chile, Valparaíso... y fue cumplido en 29 días. No sólo había recorrido el macizo montañoso más extenso y, en partes, el más alto del planeta. Logró, asimismo unir, por primera vez el Río de la Plata con el Océano Pacífico en automóvil.
La mente de Eb Winthrop volaba en el tiempo para completar lo que recordaba sobre aquellos famosos viajes:
En la madrugada del 29 de marzo, los pilotos mendocinos partieron en dos automóviles: un Dodge -como el que iban a usar ellos ahora, aunque un poco más antiguo- y un Studebaker.
Desde Uspallata, el camino comenzaba a tener peligrosos obstáculos, pero los argentinos lo resolverían imitando a su antecesor oriental: usar el Ferrocarril Trasandino para superarlos. Lentamente, el Dodge y el Studebaker transitaron los durmientes y las vías de hierro hasta la estación de Zanjón Amarillo. Ya en Punta de Vacas, donde utilizaron una senda paralela a la del ferrocarril, cruzaron el Puente del Inca y Las Cuevas a casi 3.500 metros de altura sobre el nivel del mar. A diferencia de la hazaña realizada en 1905 por el oriental Rusiñol, seguirían luego por el túnel internacional -inaugurado en 1910- rumbo a Chile.
Al cruzar casi 5 kilómetros por debajo de la cordillera, llegaron a Juncalillo y desde allí partieron hasta el pueblo de Los Andes. Todo el pueblo de Los Andes salió a las calles para aplaudir a los intrépidos conductores. Tras un descanso, siguieron hasta San Felipe, atravesando la cuesta vieja de Chacabuco: para llegar a la ciudad de Santiago el 31 de marzo, donde serían recibidos con gran algarabía por mucho público y autoridades locales, después de haber viajado tres días.
El raid iba motivar a los gobiernos, tanto argentino como chileno, para construir caminos. Que pronto instalarían la nueva forma de viajar, en todos los países sudamericanos.
-Entonces, teniente Winthrop, usted tendrá aquí, en un sobre aparte, la contraseña... que sólo en caso de extrema emergencia podrá utilizar, para extraer el portfolio sellado...
La mirada perdida de Eb sorprendió al coronel Ashley, quien le preguntó:
-¿Ha comprendido lo que expliqué antes?
-No muy bien, coronel, disculpe, me he distraído... -respondió Winthrop.
-Le decía que el compartimento secreto que fue instalado en el techo del automóvil blindado que llevarán ustedes, se clausura con una pequeña pieza mecánica, en medio del cierre acerado... esta pieza, permite la reapertura sólo a través de una contraseña alfanumérica...
-Ah, muy bien mi coronel... -exclamó Eb Winthrop entonces, mientras el sargento Noah Peckinpah , quien iba a manejar el automóvil durante el viaje, lo miraba con escepticismo. Era un suboficial muy positivo. Y había reconocido ya, en su jefe de misión, a “un soñador”.
***
Al atardecer llegaron a Huillapima, Catamarca, “donde el cielo se tiñe de naranja y los cerros guardan susurros antiguos”. Detuvieron su automóvil frente a una fonda de adobe, con un cartel pintado a mano que decía “La Cazuela Criolla”. El lugar olía a empanadas recién horneadas y a vino patero. La radio murmura una zamba lejana.
La puerta de la fonda crujió al empujarla Noah Peckinpah con el hombro. Adentro, el calor del horno de barro se mezclaba con el murmullo de cuatro paisanos sentados junto al mostrador, donde una señora robusta moldeaba empanadas sin dejar de mirar la olla. Winthrop, con sombrero de ala corta y cuaderno en mano, se detuvo a observar una fotografía sepia enmarcada sobre la pared: un grupo de criollos en fiesta, debajo decía “Huillapima, Carnaval de 1927”.
Peckinpah exclamó, mirando el horno: -¿Empanadas? No me molestaría quedarme aquí por un rato. ¿Le parece?
-¡Claro! aprobó Winthrop. Y luego ¿Sabías que los diaguitas tenían templos cerca de esta zona? Algunos con ofrendas de piedra tallada. Me fascina cómo la arquitectura criolla sigue usando el adobe...
Peckinpah respondió, riendo: -Fascinante. Pero con mis disculpas, jefe, yo me siento más interesado por las comidas, que por la arqueología.
Una señora de trenza larga se acercó a la mesa.
-¿Recién llegados, m'hijos? -dijo a modo de saludo, para agregar después: Les recomiendo las empanadas de carne, con ají del Valle... y la chanfaina, si tienen coraje... El Coquena anda diciendo que el guiso sale bueno, si lo sirves un lunes.
Winthrop se interesó: -¿El Coquena?
La mujer movió sus iris azulados con fugacidad hacia al monte tras la ventana, antes de replicar: -Un duendecito del cerro. Protege a las llamas, espanta a los codiciosos. Si lo ven, es porque están haciendo algo mal.
Peckinpah protestó : -¿Y si me roba la chanfaina, eso es malo o bueno?
Doña Clara (sin perder el ritmo): -Depende. Si le gusta, quizás le regale una nuez del monte. Pero si le molesta su forma de comer... mejor no salir después de medianoche.
-Yo comeré chanfaina...- dijo Noah-... y algún vino, para acompañar... ¿francés?... ¿español?...
-Tenemos sólo vino fabricado aquí... -contestó la señora.
-¿Ah, sí? -se asombró el sargento -¿Tiene marca?
-Patero... -pronunció Doña Clara.
-¿Significa algo?
-Que se fabrica pisando con las patas desnudas la uva, en las grandes tinas, para extraerle el zumo...
Peckinpah quedó desconcertado. Su expresión fue captada por la mesera, quien le dijo:
-Si no les gusta eso, puedo prepararles limonada, naranjada, jugo de uvas, jugo de frutillas...
-No, no...-contestó el teniente Winhtrop- ¡Traíganos una jarra de vino patero! ¿Usted me acompañará, Peckinpah, o quiere tomar limonada?
-Y bueno... sí...-murmuró el sargento Peckinpah, sin demasiado entusiasmo.
-Para mí cinco empanadas... -pidió Winthrop-: y de postre, dulce de cayote...
-Muy bien señor-, contestó la mesera.
El aroma de la carne parecía fundirse con el sonido lejano de una baguala. Winthrop tomó nota de la historia, mientras Peckinpah mojaba pan casero en el guiso. Afuera, el Dodge -único automóvil allí, relucía bajo la luna creciente junto a dos caballos, atados por sus riendas a una tranquera- y los cerros de Catamarca, como ancestrales testigos, parecían observarlos en silencio.
Esa noche durmieron en una pensión, que les recomendase Doña Clara. Y como a las 9 del día siguiente, Eb Winthrop salió a caminar, llevando su Zeiss-Ikon Super Ikonta - Medium Format y el liviano atril plegado bajo el brazo.
El silencio, la extraña luminosidad generada por orificios alargados en arcada, lo conmovió. El edificio había sido construido con vigas de algarrobo curvado y una torre campanario en forma circular, elevada con barro, de una plasticidad y arquitectura única. Toda su iconografía estaba pintada sobre madera o tallada, en grutitas abiertas sobre las paredes, a los costados, hasta llegar al altar, donde el crucifijo y otras esculturas adquirían mayor imponencia. Eb fotografió las imágenes de Nuestra Señora del Rosario, un Cristo crucificado y un cuadro de la Virgen María amamantando al niño, que “fueron traídas desde Chuquisaca, Perú”-según indicaban cartelitos escritos a mano en letra de molde, fijados sobre sus respectivas plataformas.
Hasta el mediodía continuó recorriendo aquel bellísimo poblado, hallando otras pequeñas capillas, casonas antiguas, construcciones históricas y prehistóricas construidas con adobe -una mezcla de barro, paja y estiércol utilizada por los aborígenes, que habían consagrado más tarde los conquistadores y sus descendientes criollos.
Luego de almorzar, durmieron un rato -pues no habían resistido la tentación de acompañar las comidas con un riquísimo, denso, vino patero, tinto, tomando entre los dos casi dos litros.
De tal manera, pudieron salir nuevamente hacia el Oeste como a las 17.00, luego de unos mates dulces convidados por la hospedera y su marido, acompañándolos con masitas y bizcochos del lugar.
Por la Ruta Nacional 38, en dirección al Oeste, ingresaron a La Rioja, continuando algunos kilómetros hacia el sur. Luego de unos quince minutos, preguntaron a un señor en caballo, con quien se cruzaron, por la Ruta 10 -que se desviaba un poco hacia el Barreal de Arauco. Winthrop quería contemplar la gran piedra prehistórica que los aborígenes consagraran, antes de la conquista europea, y los sacerdotes católicos bautizaran luego como el Señor de la Peña. Junto al cordón montañoso Velasco y a casi 1 km del Barreal de Arauco.
***
Como a las seis y media de la tarde, llegaron al Barreal de Arauco. Un espacio extraterrestre, según pareció a Eb Winthrop. Como una inmensa pista circular, formada por barro petroso, endurecido, que podría haber sido utilizada para el descenso de naves espaciales. Y luego, si estas se desplazaran sobre patines, para jugar carreras competitivas de aquellos vehículos.
Todavía el sol intenso, bajo un cielo límpido, doraba las piedras rojizas de la montaña. Estacionaron el Dodge a un costado de la imponente figura del Señor de la Peña... Una roca de más de 12 metros de altura -calculó Eb- que parece mirar el horizonte con gesto hierático.
El viento seco levantaba pequeñas espirales de polvo que se deshacían al pie del peñasco. Winthrop ajustó el enfoque de su cámara, mientras Peckinpah se sentaba sobre una piedra cercana, limpiándose el sudor con el pañuelo.
Mira ese perfil… -exclamó Winthrop mientras disparaba una foto-como hablando para sí mismo: la frente amplia, la nariz recta, el mentón firme...
Peckinpah , por no quedar indiferente, preguntó: —¿Me había dicho que los indígenas lo usaban como punto de encuentro?
-Sí.-contestó Winthrop-: Los diaguitas lo llamaban Llastay, el dios protector de la montaña y la caza. Se reunían aquí antes de partir a buscar guanacos, vicuñas… Era más que una piedra: era guía, sombra, refugio.
Peckinpah añadió, arqueando una ceja: -Y luego llegaron los españoles, ¿no? ¿Cristianizaron hasta las rocas?
Con tono reflexivo, sin dejar de tomar fotos, Winthrop corroboró a su chofer: -Exactamente. Vieron el rostro humano en la piedra y lo vincularon con Cristo. Así nació “El Señor de la Peña”. Un sincretismo perfecto: idolatría indígena y catolicismo elemental.
Peckinpah quiso saber, señalando la cruz de hierro en la cima: -¿Y esa cruz?
Winthrop: -La colocaron en 1842. Un tal Vicente Cedano, con ayuda de arrieros. Imagínate la devoción que debían tener para escalar eso sin equipo moderno.
El silencio se hizo profundo. Solo el zumbido de un insecto rompía la quietud. Winthrop se acercó más a la roca, tocando su superficie rugosa.
Y articuló en voz baja: —¿Cuántos siglos habrá visto esta piedra? ¿Cuántas lenguas, cuántas plegarias?
Peckinpah le dijo, sonriendo: —Y ahora, dos gringos con una cámara y un Dodge. El mundo gira, pero la piedra se queda.
Luego de ello, se volvió a meter en el auto, tras del volante. Para dejar al jefe tranquilo, ensimismado con sus fotografías.
Pasó como una media hora, calculó Noah, quien se entretenía, tras el volante del Dodge, en recordar sus últimas vacaciones en la Bahía de Monterrey. “Debían de ser como las siete y media de la tarde”, se coló entre las imágenes mentales de sus recuerdos, al reparar en los últimos fulgores rojizos que se escondían tras las montañas.
Winthrop estaba de regreso.
-¡Eh, Noah! ¿Te dormiste?
-No-, contestó el sargento. -Pero soñaba con los ojos abiertos.
El teniente colocó el atril en el asiento trasero, y se aprestaba a dar un adiós mental al Señor de la Peña, cuando aparecieron tres jinetes a la distancia, dirigiéndose al galope corto hacia ellos.
-Cabalgan en esta dirección- alertó Noah.
-Sí... veamos que se proponen....
El sargento extrajo dos revólveres colt 45 de una repisa junto al volante, y poniendo uno de ellos sobre el asiento donde debía sentarse Winthrop, le indicó, señalándolo:
-Por las dudas.
-Quédate ahí preparado... y arranca apenas yo suba... si son agresivos, los embestiremos...
Los jinetes se detuvieron como a unos diez metros, de espaldas al sol. Llevaban sombreros de alas anchas, ponchos, botas de montar, y los dos que venían tras el del medio, un hombre robusto, con campera de cuero, una pistola asomando la empuñadura a la altura del vientre, desde una funda, fijada de un modo transversal sobre su cinturón ancho.
-Hola viajeros...- saludó el hombre -¿Van bien?
-Sí, muy bien... contestó Winthrop, en español perfecto.
-¿Son norteamericanos? -preguntó entonces el jinete que parecía ser el jefe.
-Así es... ¿cómo lo sabe?
-Nos lo dijeron... -gruñó el gaucho principal-, para agregar: -Entonces son los que buscamos...
-¿Qué buscan de nosotros? -se asombró Eb Winthrop, suponiendo que eran policías... -¿Hemos cometido alguna infracción?
-No... -dijo el gaucho: los buscamos por el portafolio...
-¿Qué portafolio?- se asombró el teniente Winthrop, luego de algunos segundos...
-El que llevan en el auto... -agregó el gaucho. -No les haremos nada, no queremos atacarlos... -aseguró-. Solamente buscamos el portafolio... nos los entregan, y se van tranquilos para continuar viajando- indicó seguidamente el hombre robusto, con voz tranquila.
Entonces EbWinthrop saltó al asiento, cerró de un golpe la puerta y levantó el vidrio, mientras Noah, que había encendido el motor, puso primera, avanzó dos metros y pasando a segunda obligó al auto a derrapar, saliendo como una tromba por un costado de los jinetes, mientras ellos pugnaban por controlar sus caballos, que relinchaban, asustados.
-¡Hacia la ruta! ¡Vamos! -ordenó el teniente.
Cuando la alcanzaron, instruyó:
-Volvamos por donde vinimos... y apenas vez un camino a la izquierda, hacia el Norte, doblamos... vamos hacia el Norte, volvamos a Tucumán, lo más rápido que se pueda...
El sargento Noah Peckinpah manejaba concentrado, sobre la ruta lisa. Por el retrovisor, vio a los tres jinetes, quienes intentaban perseguirlos, aunque iban quedando cada vez más lejos, atrás.
-¡Sabían que llevábamos el portfolio! ¿Cómo es posible? Se preguntó el oficial norteamericano, a su lado.
-¿Usted cree que lo sabían? -preguntó Peckinpah... -tal vez lo dijeron al azar... “portafolio”, dijeron, no “portfolio”... Quizá alguien nos vio en la fonda, con un portafolio... -usted lo lleva, con sus papeles y anotaciones- y creyó que transportamos un portafolio lleno de dólares...
-No sé... no sé... -dudó Eb. -Me parece algo raro... por las dudas, volvamos a Tucumán. Suspendamos la recorrida de la ruta del general San Martín. ¡Oh, suerte la mía! Justo en el momento que estábamos a punto de hacer realidad nuestro sueño...
“¿Nuestro?", se dijo en cambio Peckinpah. “A mí me importa un bledo esa ruta... me encanta que volvamos a la civilización... aunque más no sea una mediocre y atrasada como las de Tucumán y Chile”.
-¡Dobla, dobla!- le ordenó Winthrop.
Peckinpah obedeció. Entraron en un camino de tierra, levantando un inmenso polvaredal, que pronto envolvió por completo al automóvil. El sargento encendió los faros de niebla.
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